Disfrutaba jugar con el peligro, en una actividad rayana en lo demencial. Era un adicto a esa infusión de adrenalina que recorre nuestras venas en instantes de tensión al límite. Y cada vez forzaba más el umbral, buscando un desenlace que a todas luces se aproximaba. Quizás por ello estaba en aquel momento acostado dentro de ese extraño supositorio dorado, inmovilizado de pies a cabeza y con cientos de sensores que cubrían su desnudez. Una música de violines y chelos le llegaba a través de los auriculares.
—Para que te serenes —lo alentó Harvey Love, el tipo con más cara de loco que conoció en su vida.
—Calmarme, ja —masculló Luciano.
Tenía tensionado hasta los pelos, y el corazón, bombeando a mil doscientos por hora, lucia como si en cualquier momento se le saldría por entre las costillas. Pero en síntesis eso era lo que buscaba, lo incierto, lo inesperado…
Como cuando con solo cinco años, en su Malargüe natal, desenchufó un velador y la descarga lo desconectó del mundo por unos segundos. Lejos de amedrentarse, fue a buscar una aguja de tejer y la introdujo en uno de los huecos del tomacorriente. Quiso la providencia, que su padre estuviera cerca y lo despegase de un sillazo que lo atontó más que el fluido eléctrico. A partir de allí no dejaría de coquetear con las parcas toda vez que se le presentaba la ocasión.
Observó nervioso la infinidad de circuitos y luces pegadas en la pared de la capsula, y el panel digital que continuamente suministraba datos, tanto de su anatomía como de la máquina. Entre los acordes escuchó la voz del doctor avisándole que en doce minutos comenzarían la cuenta regresiva.
Cuantas idioteces…o genialidades, según la posición desde donde se lo mirase, había cometido en sus treinta y ocho julios.
—Un desprecio patológico por la vida, nunca vi un caso así —sentenció un siquiatra que lo atendió años atrás.
—Gozando y jugando con la existencia a un extremo envidiable —comentó un periodista del Miami Herald cuando un año antes rompiera el récord de permanencia bajo el agua sin respirar.
Ya había expuesto sus cualidades pulmonares cuando, a los diecisiete, les ganó una apuesta a sus compañeros de la ENET. El desafío consistía en cruzar de un tanque a otro (repletos de agua), por un caño de sesenta centímetros de diámetro y setenta metros de longitud que los unía. Ganó veintitrés mil pesos, aunque se pasó tres semanas internado en el hospital.
—Comenzamos la reducción del óvulo electromagnético mister Bello —le informó el científico y subió el volumen de la música.
Las paredes se acercaron hasta rozar su cuerpo, unas gafas oscuras cubrieron sus ojos sumiéndolo en la oscuridad. Un zumbido in crescendo se filtró a través de los acordes melódicos. Luciano Andrés Bello esperó…, qué más podía hacer.
Tuvo seis novias, no hubo una que lo soportara ni siquiera un año. Tres carreras universitarias sin terminar. Perdió la cuenta de cuantos trabajos lo habían echado por irresponsable y lunático.
— ¡Loco, amargo y viejo —se quejó mientras apretaba con fuerza los dientes, uno de los pocos movimientos que podía hacer en la posición en que se encontraba.— Loco, pero con veintitrés records en mi haber.
Aunque los farsantes del guiness (como le gustaba llamarlos) le habían homologado solo dos. El de aguantar la respiración, y el de más jugo de naranja bebido en una hora. Una envidiable marca de dos galones y un litro.
¿Y qué del record de caída libre desde un quinto piso? ¿Y qué de los cuarenta y ocho días que se pasó sin defecar? ¿Y qué de su hazaña más preciada?... veintitrés orgasmos en dos horas.
Abrió la boca buscando destapar sus oídos. Al zumbido se le agregaba ahora un desagradable tamborileo, la orquesta de cuerdas había cesado y sentía como si unas ondas eléctricas le rastrillaran la piel.
—¿Listo Luciano? En cinco minutos largo el conteo.
El riel que lo traería al presente comenzó a armarse tres meses atrás. Arribó a Estados Unidos en el 2007, la razón, un campeonato internacional de inmersión en agua helada. Luciano Andrés consiguió la clasificación en una eliminatoria sudamericana. Después de obtener un honroso vigésimo puesto en el mundial de Los Ángeles, se quedó a vivir ilegal en las tierras del norte.
Fue en Miami donde se cruzó con el doctor y escuchó por primera vez términos como física cuántica o teoría de cuerdas. Love lo contactó después de observar un video del temerario rompe records en facebook.
—Estoy buscando alguien que esté dispuesto a hacerlo todo para pasar a la posteridad, por quedar registrado en los anales de la historia humana —le dijo una sofocante tarde en el bar de la marina de Coconut Groves.
El discurso del desconocido lo cautivó desde el primer instante. ¿O acaso no era eso lo que había perseguido toda su vida? Ser recordado por algo grande. Aunque más lo sedujo la bolsa de verdes que le reportaría la proeza.
—Diez —exclamó la ronca voz por los auriculares.
El calor y la vibración habían aumentado a un nivel casi insoportable. Tenía dormidas las extremidades y por primera vez en muchos años palpitó un miedo sórdido, profundo, inexplorado.
—Cuarto de millón si se presta para el experimento —le había prometido el cara de loco mientras compartían media docena de budweiser y un plato de chips, a la vez que le desarrollaba el proyecto.
Entendió poco y nada, solo que arriesgaría la vida con un setenta por ciento de chances en su contra. Que en ese raro receptáculo iban a separar el alma de su cuerpo y la iban a trasladar cincuenta años hacia el pasado para que se corporizara en otro ser humano. Luego de un par de horas, recuperarían al espíritu viajero y escucharían su experiencia.
—¿Así de sencillito? —preguntó entonces Luciano, entre divertido e incrédulo.
—Siete.
Existía una clausula ineludible: el hermético secreto bajo el que se realizaría la riesgosa prueba. Únicamente Love y dos de sus colaboradores sabían de ella y solo si tenían éxito, los resultados serían expuestos al mundo entero. En caso contrario, nadie se enteraría de lo sucedido y las cenizas del conejillo de Indias serian arrojadas al mar Caribe.
—Cuatro.
Un vacío en el estómago y ganas de vomitar, seguidos de una sensación de desvanecimiento. Imágenes de sus padres, de su perro preferido, de Marta, su primer amor, de la casita en el barrio Nueva Esperanza, del día en que se pegó un clavado de cincuenta metros en el lago de Valle Grande y le pusieron diecisiete puntos en la cabeza. Flashes de sonrisas de gritos, de olores, de sabores…y el maldito zumbido que se aleja y la picazón que da paso a las brumas…
—Cero.
—¿Qué hubiese hecho con los doscientos cincuenta mil dólares? —pensó mientras esperaba que leyeran el veredicto final.
Un cielo cristalino, inmaculado lo cubría y el aire era límpido con una fragancia de rosas mezclada con lavanda.
—¿Cuánto tiempo había transcurrido desde el final del experimento? —se preguntó confundido.
Recordaba que al abrir los ojos se vio separado del cuerpo, elevándose hasta sobrepasar el techo del laboratorio. Flotaba como entre algodones mientras era absorbido por una fuerza que lo obligaba a desplazarse cada vez más rápido.
Una luz…una luz potente y blanca lo cegaba y luego un túnel girando con una música embriagadora. Se acordó de la sensación de felicidad que lo inundaba al pensar que su viaje al pasado había comenzado. Después, todo se detuvo y unos rostros difusos se aproximaron.
Era demasiado tarde para indagar lo que salió mal, además ya poco le interesaba. Únicamente le concernía la resolución que en segundos se daría. Nunca más podría regresar a su viejo cuerpo, de eso era consciente, ni reclamar su premio, ni quedaría su nombre grabado en la inmortalidad.
Su destino estaba jugado a una sola frase, a cuatro palabras que lo condicionarían hasta el fin de los tiempos. Una vez más suspiró expectante frente a lo inesperado, la adrenalina saturando sus terminales nerviosas, otra vez saboreó con deleite el momento.
—Luciano Andrés Bello…infierno —dijo el juez eterno y bajó el martillo.
1 comentario:
Muy bueno Walter!!!
Raúl (de Sydney)
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