22/4/14

El huevo, el diablo y los pollitos

W.G.G            

 

A Gabo, alfarero de ilusiones…



Hoy leí en el Nuevo Herald que mi amigo Francisco Carbonero,  “el manos de ángel”, el mejor ilusionista que jamás haya marcado sus pasos sobre esta tierra, había fallecido en la isla de Cuba. Soy el único que conoce la verdad. Cargo obligación de limpiar su nombre de la atrocidad por la que se lo acusó aquella noche neoyorkina, diez años atrás.

 La vocación por la magia que el Pancho poseía, hallaba su génesis en un amor incondicional por las gallinas. Ni loros, tampoco gatos, ni siquiera perros, sus mascotas preferidas habían sido siempre esos plumíferos cacareadores. Los padres tenían un gran gallinero junto a la hijuela que circundaba su finquita, aledaña al pueblo de Villa Atuel, en el sur provincial. Allí se escapaba el niño Pancho a desgastar las siestas mendocinas correteando entre mierdas, huevos y plumas voladoras. Fue así que mientras jugaba en soledad a las bolitas (o quizá a la payana), asistió al alumbramiento de los retoños de pipi, su bataraza preferida. Esa transformación, de aburrido ovalo blanco a vivaz polluelo amarillo, lo fascinó sobremanera. Más que como acto de la naturaleza, su mente tierna lo interpretó como un hecho sobrenatural, inexplicable. ¿Cómo era posible que algo tan precioso pudiese salir de entre esa anodina clara-yema? Se propuso entonces que él, como pipi, sería capaz de entretener a la gente produciendo eventos asombrosos, y entonces encontró en la magia el único medio posible.

            No quiero extraviarme en su niñez ni adolescencia, trataré de enfilar derechito al año en que sucedió lo increíble, más no puedo dejar de acotar que conocí al flaco Carbonero en una feria de ciencias en la escuela Sotero Arizu, un agosto del 79. Transcurría la mañana de un sábado helado, las baldosas y los paraísos se cubrían con copos de nieve y un cielo plomizo parecía aplastar física y anímicamente a quienes nos atrevíamos a desafiar al tiempo. Bajo el reparo de los aleros del patio interior del establecimiento escolar, entumecidos, los estudiantes exponíamos frente a los stands nuestros proyectos. Junto a Tito e Iván Barón y el ruso Butinski, representando a la ENET de General Alvear, explicábamos a nuestra escasísima concurrencia un sistema “revolucionario” para hacer explotar los cohetes antigranizo en el centro mismo de la nube. Al lado nuestro un flaco, pecoso, cachetón y con un inusual peinado a lo Elvis, acaparaba toda la atención. Dueño de una labia proverbial, sostenida por pupilas hechiceras, presentaba diapositivas bellísimas de la aurora boreal soportadas por la música de Vangelis Papathanassiou. Lo curioso se afincaba en la explicación que le daba al fenómeno natural, envistiéndolo de un carácter fantástico, extraterreno. Todo se trataba de un efecto visual creado por seres de otro mundo con el objeto de entretener a los humanos decía el delirante sin que se le moviese una pestaña. Años después le pregunté cómo había logrado participar con esa hipótesis y me contestó que después de clasificar a la feria había cambiado todo. Por supuesto que antes del mediodía ya estaba expulsado de la competencia científica.

Trabamos una amistad que se mantendría firme hasta el final de sus días, sustentada fundamentalmente en la admiración y hasta cierto grado de envidia que por su extrovertida y apabullante personalidad yo tenía. Nos vimos varias veces más a lo largo de nuestras vidas, algunas en Argentina, las tres finales aquí en los Estados Unidos. Así fui conociendo, con lujo de detalles, sus avances y retrocesos (la mayoría   de estos últimos) en el oficio de Merlín. Me enteré que en Buenos Aires, allá por fines de los ochenta fue asistente del mago Mambrú y que terminó preso por abusar del arte de hacer desaparecer billeteras en los colectivos. Que en los noventa recorrió el país, pueblo por pueblo, en un mercedes once catorce acompañado de Matilde, una hermosa correntina, y sus tres hijos. Las propinas que juntaban en plazas y centros vecinales, apenas les daba para el pan y la nafta. Siempre me contaba con fingido optimismo que el éxito estaba a horas de caer… y cada vez lo veía más pobre.

En el atardecer de un noviembre, en la primavera inicial del tercer milenio y entre Santa Isabel y General Acha por la 143, tuvo un accidente en el cual falleció su familia. Aquella misma noche, a la vera de la ensangrentada ruta bajo la luna pampeana, en un acto de impotencia y desesperación, el Pancho selló un pacto con Lucifer. Le pidió el éxito, a cualquier costo, para que los suyos lo pudiesen ver desde allá arriba. Necesitaba fervorosamente demostrarles que toda esa lucha no había sido en vano. Pero lo hizo de la misma forma en que uno le reza al altísimo, muchas veces sin tener el pleno convencimiento de que realmente exista. Como una especie de protesta, cansado de que Dios no le diera ni pisco de bola. A los pocos minutos, sentado en la ambulancia, ya se había olvidado de todo. Así me lo confesaría años después en Miami, en el café Latino sobre el boulevard Biscayne.

 

La fama y el reconocimiento lo envolvieron repentinamente después del aciago acontecimiento. Comenzó un show ese mismo verano en un importante teatro de Mar del Plata y en el lapso de tres meses asistió a los programas de Susana, Mirta y Marcelo. Ganó un clasificatorio para representar a Argentina en un concurso internacional a realizarse en el Madison Square Center, en New York. David Copperfield, Criss Angel y David Blaine conformarían el jurado. El ganador aseguraba un contrato millonario de cinco años para montar un espectáculo propio en el MGM de Las Vegas. La preselección y la velada final sería transmitida por HBO para todo el planeta.

Pancho se había perfeccionado en las técnicas del ilusionismo y sin problemas quedó entre los diez contendientes al gran premio. En la prueba definitiva haría evaporarse, frente a la vista de miles de curiosos, a tres ómnibus dobles estacionados frente al Empire State.

Me acuerdo que viajé a la capital del mundo excitado ante el apoteósico desenlace y que me alojé en el Chelsea, en Manhattan, dándome un gustazo. Elegí el mismo cuarto donde, bajo la atenta mirada de Kubrick, Arthur C. Clarke escribió la más monumental obra de la ciencia ficción “2001: A Space Odyssey”. Allí, en la barra del bar, me encontré con Pancho y charlamos hasta la madrugada del sábado en que sucedería el evento. Lo noté animado pero por demás nervioso. Se le había metido la idea de que el diablo en cierta forma lo estaba patrocinando y que tarde o temprano subiría a cobrarle sus servicios.

—¡No podes creer en tamañas boludeces hermano! —lo reté palmeándole afectuosamente la espalda.— Llegó tu hora y es tu talento, solo eso, lo que te ha traído hasta aquí. Lucite esta noche mi viejo, hacelo por Matilde y los chicos, se los debes. ¿Sabes una cosa Panchito? Nunca dudé que triunfarías.

Creo que ni me escuchó, vislumbré en sus ojos que prefería perder y demostrarse que el coludo no tenía nada que ver en todo aquello, antes que ganar y supuestamente quedar atado a él para toda la eternidad.

 

La función fue maravillosa y quedaría marcada en los anales de la magia para siempre. Francisco Carbonero, “el manos de ángel”, asombró a un billón de televidentes. No solo haciendo desaparecer  los tres colectivos dobles, sino que se llevó también el mismísimo Empire State con setecientas personas adentro. No festejó, ni siquiera esbozó una sonrisa ante la cerrada ovación del público. Solo bajó la vista al suelo y musitó una frase con un rictus de resignación. Me lo imaginé diciendo algo como: —¡Esta vez se te fue la mano cachudo, devolvé el edificio por favor!

Demás está contarles que ganó sobradamente el concurso, pero nunca pudo cobrar el premio. Tras acusarlo de terrorismo, lo encerraron de por vida en la prisión de Guantánamo en Cuba.

Hablé por teléfono con mi admirado amigo cuatro días atrás, conseguí una autorización por primera vez desde la cita en el Chelsea. Lo noté relajado, súper tranquilo, casi que podría decirles ausente, como sin alma. Entonces caí en cuenta que Satán, en un último pase de magia, se la había arrebatado al Pancho para siempre…


4 comentarios:

Ío dijo...


ay, pobre hombre este Pancho, pero que final le diste, y cómo se le ocurre pedirle tal cosa a Satanás, mira que un día te hace caso y hala, te quedaste sin alma y trastornado (pero relajado, eso sí), me recuerda ahora mismo un poco a Dorian Gray.
Y en Guantánamo nada menos, ¿pero es que no aparecieron los buses y el Empire State?
Pobre hombre pobre hombre, y que buen relato, Walter, se me hizo cortito y hubiera querido más.
Gusto tengo de leerte, amigo, siempre.
Un abrazo grande

m.

Anónimo dijo...

Maria Chuspita · Seminario Teológico Nazareno del Cono Sur

Otra hubiese sido la historia, si su vida la hubiese entregado a DIOS, muy bueno!!

Anónimo dijo...

Blanca Yllanes · Trabaja en En mi casa:$

Muy interesante relato, Walter, me encanto.

Anónimo dijo...

Gladys Lucero

Maravilloso es la palabra justa...aunque me estaba imaginando otro final....