13/8/14

Con tu verde palidez


                                             
Walter G Greulach

Para mi ciudad, en su centenario...
El haz se filtraba entre las persianas e imprimía el perfil de Abelardo sobre un poster de los cien años de General Alvear. Ese gélido mediodía de agosto lo encontraba derrumbado en el sofá del living con la frente perlada por el sudor. Los ojos fijos en la puerta de calle, el índice jugueteando con el tambor de la 38 Smith & Wesson y un negativo de su familia arrugado en la mano izquierda. Cinco balas con un nombre querido en cada una de ellas completaban el angustiante cuadro.

¿Pero cómo había llegado allí el más chico de los Camuzzo?

 Seis meses atrás su vida transitaba aceitádamente. Acababa de ganar un premio provincial por su foto sobre el casi seco rio Atuel; el matrimonio se había fortalecido tras unas bodas de plata, con luna de miel en un búngalow en Potrerillos y como broche, su única hija esperaba al anhelado primer nieto. Entonces llegó el tipo aquel y, como alma corrida por el cachudo, entró a los tropezones a Fotos Camuzzo.


La tienda, ubicada en una de las avenidas principales de General Alvear, era la única en el poblado que aun revelaba fotografías a la vieja usanza. Ya casi nadie utilizaba el método del cuarto oscuro. Muy de vez en cuanto caían algunos artistas del blanco y negro o aquellos que aprovechaban una última oportunidad para sacar a luz sus viejos negativos. Abe había tenido que diversificar su oferta de productos para lograr sobrevivir en este mundo informatizado.

—Se rebelan rollos aquí? —inquirió el gordo con ojos desorbitados y la lengua chasqueándole por la agitación.

El fotógrafo se incorporó tras el escaparate intrigado por la entrecortada voz. Estaba terminando el crucigrama del diario mientras desgastaba los quince minutos que lo separaban del cierre del local.

—Sí señor, se encuentra en el lugar correcto. Quizás el último del sur mendocino —exageró orgulloso.



—Quiero ampliar estos negativos lo más rápido posible, por favor —dijo el cliente sacando de un sobre morado cuatro tiras con unos ocho cuadros cada una.— ¿Puede hacerlo para hoy?

—Imposible, justo estaba por cerrar, pero mañana como al mediodía se los tengo sin problema. Dígame el tamaño y cuantas copias quiere.

—No quiero las fotos, solamente los negativos agrandados. ¿Me entendió? Uno de cada uno y de unos veinte por veinte. Estoy dispuesto a pagarle el triple si me lo hace ahora. —lo endulzó sin dejar de mirar la entrada con temor.

Camuzzo lo miro extrañado, era una buena paga y de haber podido lo hubiese tenido listo para antes de medianoche. Además su esposa e hija estaban en la capital provincial y no le apetecía regresar a su hogar. Pero sus planes eran otros para ese anochecer. Iría a practicar bochas con sus amigos por hora y media al club Pacífico, para después acercarse a la plaza a ver el espectáculo del centenario. Ni loco se lo iba a perder.

—Lo siento muchísimo señor pero tengo asuntos impostergables por atender. Con gusto las termino para mañana a las diez de la mañana —agregó intentando no perder la jugosa oferta.

—Diez veces más y le pago por adelantado si están listos para esta noche —amenazó el tipo sacando un fajo de billetes de a cien del bolsillo derecho del pantalón.

Abe sintió que su orgullo bochófilo se desvanecía, por otra parte los festejos iban a durar horas y podría escaparse un momento para echarles un vistazo. Al fin podría ampliar las vidrieras y arreglar el termotanque.

—Está bien, regrese a las once en punto. Ahora le hago el recibo —dijo agarrando con emoción el toquito de billetes.

Apenas el gordo se retiró, el fotógrafo cruzó a la panadería y tras comprar medio kilo de raspaditas preparó el mate y se puso a trabajar. Por suerte le quedaba película ortocromática Bergger para hacer los nuevos positivos. Con la ampliadora darles el tamaño requerido y entonces sacar los negativos.

 

A simple vista no hay nada extraño —pensó revisando con detenimiento los positivos ampliados mientras esperaba que los negativos se secasen. Lo mataba la curiosidad por saber que movía la desesperada urgencia de su cliente.

—Y bueee, hay loco para todo. Mientras pague todo está bien —se dijo apagando la radio y las luces. Solo la del baño y las del frente quedaron encendidas. Afuera entre bombos y fanfarria se desarrollaban las celebraciones, la voz de Roxana surcaba el éter y cerca de treinta mil almas se aglutinaban en la plaza central. Se puso el abrigo, se enrolló la bufanda y salió a la Alvear Oeste con la intención de chismear un rato que es lo que estaba pasando unas cuadras más abajo.

—¡Estas hermosa como nunca mi querida Alvear! —exclamó Abe piropeando a su pueblo con satisfacción.

 

Volvió a las diez y cuarenta y dos, solo para entregar el encargo. Después regresaría a la fiesta. Se preguntó para que usaría el rarito aquel esos negativos tan grandes. Al descolgarlos de los broches algo le llamó inmediatamente la atención. Se trataba de fotos de personas, solas o en grupo. Todo normal, a excepción de dos elementos a los cuales no encontró explicación lógica. Los rostros y las partes del cuerpo expuestas aparecían en algunos de un color verde pálido que nunca había observado. Además, la misma gente, tenían tres puntitos, verde, azul y rojo, sobre la nariz. Buscó los negativos originales. Nada había allí, la tonalidad era normal y ni rastros de los puntitos. No era una falla ni de la película, ni de la ampliadora. ¿Entonces qué? Jamás le sucedió algo así, seguro que lo iban a reputear y exigirle el dinero de vuelta, meditó apenado.

Revisaba la película virgen cuando a las once menos cinco sonó el timbre sobresaltándolo.

El gordo con la ropa sucia y arrugada entró corriendo mientras miraba despavorido hacia la avenida. Traía una carpeta roja repleta con hojas y negativos.

—Cierre con llave por favor y deme los negativos rápido, creo que me han encontrado —musitó con un hilito de voz.

—¿Quiénes, que… que…sucede? —preguntó Camuzzo asustado a la vez que le echaba doble tranca a la puerta.

—No es asunto suyo. Deme las cosas. ¿Están listas? Tengo que irme por atrás volando, antes que me agarren.

—Aquí tiene, pero como que tienen unos defectitos raros, el color y unos pun…

—Están perfectas, no se preocupe —lo interrumpió con brusquedad.— ¿Hay alguna salida por allá?

Unos golpes, acompañados de un ronco vozarrón tronaron desde la puerta principal y el gordo pareció desvanecerse de miedo mientras bizqueaba sus ojos mirándolo.

—A la izquierda del mueble grande, al fondo, da a un pasillo que lo lleva a la calle del costado.

Desapareció en un santiamén, dejando al fotógrafo temblando estupefacto, sin atinar a hacer nada. Pasaron unos segundos hasta que se atrevió a abrir la puerta antes que se la tiraran abajo.


—¡Sabemos que estas aquí Bastias, es inútil que te escondas! —gritó un flaco narigón peinado con gel.


Eran como seis o siete. El flaco vestía un pulcro traje negro, el resto usaban ropa de enfermeros con una inscripción de “El sauce” en la parte superior derecha.


—Buenas noches señor. Estamos tras un peligroso enfermo mental que se escapó días atrás de nuestro hospital psiquiátrico. Lo vimos entrar aquí. ¿Dónde se encuentra? —indagó con tono autoritario.


—Ya me parecía que no era para nada normal. Vino esta mañana a ampliar unos negativos y se los acaba de llevar. No parecía violento. Se escapó a los piques por la puerta trasera —explicó Camuzzo señalando la salida junto al armario blanco.


El supuesto jefe hizo señas y tres uniformados corrieron tras el rastro del lunático.


—¿Bastias le habló de algún tema en especial?


—Ni tiempo tuvo, lucia con mucho miedo, desesperado. Sabía que lo estaban siguiendo.


—¿Usted se quedó con algún material de nuestro paciente? ¿Fotos, negativos, papeles…?

—Para nada, por cuestiones de ética nunca guardo cosas que no me pertenecen.

El narigón lo estudió con detenimiento, como si sopesara la verdad de sus palabras y luego frunciendo el ceño miró para el lado del laboratorio.

—¿No le molesta si pegamos un vistazo por su local? dijo y sin esperar respuesta se dirigió junto al resto de los enfermeros hacia el cuarto oscuro. Atrás los festejos del centenario comenzaba a extinguirse poco a poco.

 

Tres días transcurrieron y Abelardo no logró despejar de su mente los  acontecimientos pasados. No solo de los negativos ampliados con sus raras particularidades, sino sobre todo de la exhaustiva búsqueda con la que finalizó el episodio. Literalmente le dieron vuelta la tienda. Chequearon estante por estante. Buscaron en la memoria de la ampliadora y del ordenador. Revisaron sus archivos, el celular, la biblioteca, etcétera. Fue tanta su sorpresa que no atinó a esbozar ni una protesta por tamaña intromisión. Luego de media hora se retiraron conformes con el resultado logrado, dejando todo bien ordenado y un número telefónico por si el loco regresaba.

Repasaba algunas facturas junto a la caja registradora aquella siesta de miércoles cuando, con un codo, tiró las llaves del auto tras la esquina del mostrador. Se encaramó al mueble y con dificultad metió la mano en el pequeño espacio que quedaba junto a la pared. Las llaves se encontraban apoyadas sobre la carpeta roja del gordo chalado.

El increíble material que descubrió en su interior, además del asombro, le dejo la convicción, por lo menos en ese entonces, de la locura que cargaba el mejor cliente que jamás hubiese entrado a Camuzzo Fotos.



Desgastó las horas imbuido en el asombro que le provocaba el contenido aquel. La demencia de Bastias parecía haberse iniciado a mediados del 2010. O por lo menos allí comenzó a documentarla. Con detallado esmero, a veces con empalagosa insistencia. Día a día, hora a hora podría decirse, el tipo iba dejando constancia en esas páginas del espiral de sinsentidos por el que se iba sumergiendo.

A grandes trazos informaba de la llegada a su local, un laboratorio fotográfico de la capital provincial, de un tal Nicolás Sánchez. Deseaba ampliar como unos veinte negativos lo antes posible. Los resultados habían tenido las mismas fallas que asombraron a Abe. Los puntos y el peculiar verde de la piel. Al entregarlos, el cliente los estudió complacido. El gordo Bastias preguntó el porqué de las anormalidades.

—No le conviene saberlo, déjelo allí nomas. Por su bien se lo digo.

—Es que es muy raro que en solo unos lugares aparezcan estas cosas. Me interesa la razón desde un plano profesional. —había insistido.

—Bueno, tome. Vuelva a ampliar este negativo y tendrá la respuesta. Yo cumplí con advertírselo mi amigo. Después queme todo, no deje rastros o estará tan jodido como yo.

Aquí, en este punto del relato, es donde Bastias comienza el desvarío, había pensado Abe esa noche, atrapado por la historia, sin poder despegarse ni un segundo de la silla y con dos termos más cuarto paquete de Nobleza gaucha consumidos.

Apenas el tipo abandonó su negocio, el gordo corrió a realizar la nueva ampliación. Descubrió que unos seres extraños aparecían ahora en lugar de las personas señaladas por los tres puntitos. De cara extensa y larga, con una frente estrecha. Huesos prominentes bajo las cejas, nariz ancha y plana. Sus dentaduras eran amplias, sacadas hacia afuera y sin mentón.
El fotógrafo capitalino no pudo encontrar explicación al fabuloso truco fotográfico y por más de cuatro meses el tema siguió taladrando su mente, por más que buscó, no pudo dar con el paradero de Sebastián Sánchez. Quiso el destino que lo encontrara en el lugar menos indicado.

Debía realizar una serie de fotografías en el hospital psiquiátrico sobre Alfonso XIII para un folleto publicitario. Al mediodía se dirigió al comedor con la intensión de sacar una panorámica de casi doscientos enfermos que almorzaban armando tremendo alboroto.  En la primera mesa pegada a la entrada, Sánchez lo miraba con cara de ternero degollado. Antes de retirarse, se las ingenió para llevarlo a un escondido rincón y bombardearlo a preguntas. Durante quince minutos escuchó incrédulo las explicaciones del loco.

Una raza de homínidos habitaban en las profundidades de nuestro planeta desde hacía ya cerca de cincuenta mil años. Ante la amenaza del homo sapiens escaparon a cuevas subterráneas cuando se hallaban al borde de la extinción. Alrededor de una década atrás decidieron regresar a la superficie a recuperar el terreno que alguna vez había sido de ellos. Los neandertales  no poseían una gran tecnología, ni sofisticadas armas. Utilizando sus desarrolladísimos poderes mentales, iniciaron muy gradualmente la invasión. Uno a uno iban matando a los de nuestra especie y reemplazándolos por los de ellos. Podían controlar la mente de la gente para que allí donde estaba un neandertal, solo pudiesen ver a las personas de siempre. Se encontraban ya en todos los estamentos de la sociedad, principalmente donde se cocía el poder. En un futuro no tan lejano y ya con los recursos necesarios en sus manos, llegaría el ataque final que terminaría con la aniquilación de los sapiens.

—A los pocos que sabemos la verdad no nos matan —siguió contándole Sánchez al gordo, aquel mediodía en El Sauce. —En un juego sin sentido, sádico y desalmado, nos encierran en estos manicomios custodiados por los de su raza.

Bastias se fue a las carcajadas, sorprendido por el poder de inventiva del lunático, pero sin poder dilucidar el misterio de los negativos. Por un tiempo intento olvidar el tema, pasaron semanas y lo iba logrando.  Una tardecita tras sacar unas fotos del gobernador y su comitiva en Tunuyan, en unos festejos patrios escenificados en el manzano histórico, y sin motivo alguno, decidió hacer con el material aquel la técnica de la doble impresión. Boquiabierto, observó los resultados. Más del cincuenta por ciento de los funcionarios, empezando por el gobernador, eran neandertales.

Sánchez elaboró una especie de inventario con los nombres de los reemplazados provinciales que iba descubriendo. Más de quince mil líderes políticos, civiles y religiosos se hallaban allí, divididos por departamento y con diversas especificaciones sobre su ocupación y responsabilidades. Aquí se marcaba claramente el punto sin retorno en lo que a la salud mental de Bastias se refería. Tras las ampliaciones del nueve de julio, había continuado él mismo, y por más de dos años, agregando nombres a la lista del desopilante reporte hasta el mismísimo día que entró a la tienda de Abelardo Camuzzo.

 

—¡Que sarta de estupideces Dios mío! —pensó Abe en ese momento mirando la lista de general Alvear. Si hasta un vecino suyo aparecia en ella, pobre tipo. —Que enorme capacidad de ingenio malgastada en estas boludeces.

Llevaba la carpeta colorada al fondo de su casa para prenderle fuego junto a una pila de hojas y ramas secas, cuando una hoja se desprendió y con buenos reflejos la atajo en su vuelo. Iba a devolverla a su sitio cuando un nombre al final de la primera columna captó su atención, impidiendo para siempre que se olvidase del tema que había enloquecido a Sánchez y a Bastias. Allí estaba, dibujado con letra temblorosa, el nombre del esposo de su hija. Juan Edgardo Samaniego, jefe de defensa civil del departamento Las Heras.

 

El hombre no apartaba ni un segundo su vista de la puerta de calle. El índice a milímetros del gatillo, la mirada vidriosa, la boca pastosa. Su mente rebobinando afiebradamente los acontecimientos sucedidos.

Fue el primer lunes de octubre, mes y medio después, cuando resolvió hacerlo. Recién llegada de Mendoza, su esposa Eugenia le comunicó que serían abuelos de un varoncito a mediados de enero, pero que antes de ello vendrían a visitarlos. Todo era una locura, pero por aquellos días Camuzzo aun guardaba la carpeta escondida en el doble fondo de una vieja valija. No debió ni pensarlo, tendría que haber quemado los informes del gordo abortando la pesadilla por venir. Más la curiosidad es puerca, arruina existencia destapando realidades insostenibles. Quizá trató de convencerse que solo seguía adelante para descubrir las causas de extraño verdor y los puntos en la nariz que desafiaban sus conocimientos fotográficos. Que no había resquicio en su mente racional para dar cobijo a la disparatada historia sobre la invasión de seres intraterrestres.

Un domingo de noviembre, cerca de la medianoche y mientras las felices voces  le llegaban nítidas desde el comedor, Abelardo entraba al cuarto oscuro a estudiar la primera ampliación de los negativos de las fotos tomadas durante el almuerzo, sin que ellos se enterasen.  Se tuvo que apoyar en la batea de revelado para no caer al suelo impactado por la emoción. La verde palidez y los puntitos no solo marcaban a su yerno, sino también a su esposa e hija. Aunque lo que terminó de horrorizarlo, al punto de ponerlo a temblar como un epiléptico, fue descubrir las mismas anormalidades sobre el vientre de la joven embarazada.

Con ojos lagrimosos salió del laboratorio y se perdió en la noche alvearense. Caminó y caminó hasta que las primeras luces del alba lo encontraron sentado bajo el puente sobre el rio Atuel, a la vera del Aero club con la mirada extraviada en las nubes. Nunca se atrevería a hacer la segunda  ampliación, para él ya todo estaba bien claro. Como resistir la visión de esos neandertales reemplazando los rostros de los seres que más amaba. Ahora comprendía las inexplicables actitudes de su esposa y su hija en el último tiempo, La pérdida de memoria, esa mirada ajena rematada por una extrema frialdad. La reticencia a ser fotografiados.

Sintió el auto frenar allá en la calle. Tenía el suyo descompuesto y pidió a Eugenia que  fuese en un taxi a buscar al matrimonio y al recién nacido a la terminal. Murmullos apagados, cruces de palabras con alguien. ¿La chismosa de la vecina tal vez? En instantes estarían entrando. Las balas justas, ni una sola de sobra. Desde pequeño practicaba en el tiro federal y su buena puntería era bien conocida. Se tenía plena confianza para acabar rapidito con todo.

—¿Por qué tardaban tanto? —protesto removiéndose nervioso en el sillón. El negativo hecho un bollo en su traspirado puño izquierdo.


Una radio lejana le traía la voz de Roxana, interpretando la misma canción de aquel atardecer del centenario cuando comenzó su calvario. Pasos en la vereda, en segundos todo habría terminado. El picaporte moviéndose lentamente, el dedo avanzando imperceptiblemente.

 
En un segundo todo habría acabado, los Camuzzo, o lo que fueran ahora pasarían a la historia. Si hubiese podido ignorar todo y seguir adelante. Al fin y al cabo Bastias había escrito que aun tardarían años en apoderarse del planeta. Seguir como si nada pasase, como si los que daban sentido a su existencia fueran las bellas personas que tanto quería. No esos monstruos cavernícolas de mirada helada y recuerdos perdidos. Sintió el tumulto en la entrada, voces de advertencia, gritos dando órdenes.

Los enfermeros del hospital psiquiátrico “ElSauce” entraron en tropel, el flaco narigón los comandaba. Abelardo los observó con tristeza. ¿Serian ellos de la raza invasora también? Escuchó los llantos de su esposa y su hija. ¡Que actrices de la puta madre que habían resultado? No llegó a ver sus rostros, la Smith & Wesson ya no apuntaba al frente cuando apretó el gatillo.

                                                                                    

Cuca bar estaba desierto a esa hora de la tarde, un hombre mayor barría desganado la vereda mientras adentro, la persona detrás del bar limpiaba unos vasos con exasperante lentitud. El flaco narigón y un cincuentón canoso de profuso bigote eran los únicos clientes, tomaban unos cortados acompañados por un par de medialunas.

—El tipo creía que una supuesta especie de neandertales, que viven bajo tierra nos estaban invadiendo. Como que nos iban reemplazando uno a uno sin que nos diésemos cuenta. Que soberana estupidez mi Dios. Por suerte llegamos a tiempo antes de que acabara con su propia familia —agregó el jefe de enfermeros moviendo la cabeza.

—¿Cómo se explican estos negativos donde salen estos famosos neandertales y los primeros con los puntitos y el color verde? —indagó el inspector de la federal.

—Trucajes muy bien logrados por Sanchez y luego por Bastias en las ampliaciones más grandes, y en las pequeñas son fallas en una tirada de película ortocromática Bergger. La compañía ya sacó un comunicado explicando el curioso desperfecto aprovechado por estos lunáticos que terminaron creyendo su propia fábula. Un par de dementes, de esos que hay por doquier y que les encanta crear sofisticadas teorías conspirativas. En este caso, en un momento perdieron el vínculo con la realidad. Lo más triste es que este pobre hombre termino creyéndose el embuste.

—Parece que Camuzzo no fue el único incauto. Hay cinco casos trágicos en el país y todos con algún tipo de vínculo con Sanchez y Bastias. Pareciera ser que con la internación de Bastias este caso de locos está cerrado —añadió el inspector Gutierrez no muy convencido.

—Creo que usted ya no va a necesitar esto y a nosotros nos será de suma utilidad en el tratamiento psiquiátrico de estos casos —dijo el director del manicomio a la vez que ordenaba el material desparramado sobre la mesa y se levantaba poniendo la carpeta roja bajo el sobaco.

Gutiérrez lo observó intrigado mientras se marchaba. Había algo en la actitud de del narigón que no le gustaba. Una soberbia, una seguridad absoluta en las causas y efectos de los acontecimientos que no terminaban se sustentarse en la cabeza del veterano policía. Aunque qué sentido tendría seguir investigando tamaño disparate, pensó al pagar la cuenta y terminarse el café de un solo trago.



           Anochecía en la ciudad del sur provincial, a un par de cuadras, sobre el monumento, la luna llena se apoyada sobre las alas del cóndor como para tomar impulso y largarse a surcar el firmamento. Una paz propia de los pueblos del interior bañaba las calles alvearenses. El inspector se dirigió al Chevrolet corsa, el chofer y sus dos ayudantes lo esperaban con cara de aburrimiento. Buenos Aires estaba a mil y pico de kilómetros y viajarían toda la noche. Aun no comprendía porque sus superiores lo habían mandado al remoto lugar con el expreso pedido que cerrara el caso de Camuzzo y Bastias para siempre, impidiendo que la prensa tuviese acceso a la información. ¿Qué más habría allí, aparte de la desopilante historia de hombres de las cavernas invasores?

—¿Algo nuevo jefecito? —preguntó Guzmán desde el asiento trasero.

—No, larguémonos de este pueblo de una buena vez. —contestó el porteño.

Su mano derecha palpaba los dos negativos con el pálido verdor y los puntitos. Conocía un amigo en el laboratorio fotográfico de la federal que le podía hacer la doble técnica con total discreción.
 



 

13 comentarios:

Anónimo dijo...

Mónica Barriga Uh hace muchas publicaciones que no leía, pero las sensaciones que me provocan sus relatos siempre son las mismas. Se me eriza la piel, siento ansiedad por seguir leyendo y curiosidad por saber lo que va a ocurrir. Cada "continuará prontito" me hace querer que el tiempo pase volando. Desde acá le digo GRACIAS, porque sus cuentos han despertado en mí el aspecto imaginativo. Hasta que llegue ese tan ansiado "prontito" voy a dejar todo a cargo de mi imaginación.

Walter G. Greulach dijo...

Esa es la idea con la que uno escribe Mónica, y si logro mi cometido, aunque sea con un puñadito de lectores, enhorabuena sea. Un beso y hasta "prontito"...

Anónimo dijo...


Teo Pesce
Esta vez estoy verdaderamente desorientado con tu relato. Que puede haber en esa carpeta ? No hay nada que hacer, solo esperar a la próxima semana. Hasta luego Walter. Gracias.

Ío dijo...


Me entraron ganas de pasar miedo y me vine acá donde siempre lo hallo, y tanto que me gusta leerte.
Y me dejaste las ganas colgando de tu prontito, amigo Walter, espero a ver qué sucesos le acaeces a Abelardo, no tengo ni la más remota idea de por dónde andarán las tuyas (ideas), ni qué hay en la carpeta, y lo de los puntos coloridos ....

Que imaginación la tuya y que bien la escribes gracias, gracias.
Saludos y abrazos desde España, que estés bien y disfrutes del tiempo, sea invierno o verano.
Espero no tardes mucho en traerte la continuación, :)

m.

Anónimo dijo...

Aldo Rocamora

Buenisimo Walter no se cómo hace para que Alvear se llene de fenomenos

Anónimo dijo...

Teovaldo Angel Pesce Pawlow

A esperar la semana que viene. Pero me queda una gran duda...Walter...y nosotros que seremos...??? Deberíamos sacarnos una foto ?

Anónimo dijo...

Mónica Barriga

Muy bueno. A esperar monás ya que el desenlace está a unos puntitos de llegar...

Anónimo dijo...

Rubén Antolín Heredia

No sé quién será el flaco narigón (acá hay varios) pero el cincuentón canoso debe ser Geoarg Sa

Anónimo dijo...



Julio Fuentes

Mal puedo esperar ese final que estoy seguro que va a sorprender a todos, el autor perspicaz por naturaleza creo que busco una forma de que nuestra boca llene de moscas con un fin al estilo hollywoodiano con el sabor de la pimienta que da una trama Alvearence en la fértil imaginación de Walter.

No tengo pruebas pero estoy casi seguro que estoy conviviendo con muchos seres neandertales comandados por la celadora del edificio que periódicamente pasa cuentas, multas y propagandas por debajo de la puerta...otra sospecha es mi ex mujer que tiene la entrada de la caverna en la peluquería junto con mi suegra que ya vi soltando chispas por la nariz cuando chismea sobre mi...Abrazos Walter – ¡Cuídate!..Estamos sobrando pocos.... muy bueno tu alerta.

Anónimo dijo...

Erica Greulach de Mendoza·

Sobrino, no se deja con esta intriga a una tía mayor que se puede acabar sin enterarse del final
felicitaciones

Walter G. Greulach dijo...

Gracias tia, un besote...

Walter G. Greulach dijo...
Este comentario ha sido eliminado por el autor.
Ío dijo...

Ni por lo más remoto se me hubiera ocurrido llegar a pensar en neandertales, que no que no, yo me imaginaba hombrecitos verdes de otras galaxias, o no sé, pero no que el ataque fuera a venir desde aquí mismo, y que ya tuvieran todo casi casi controlado.
Genial, mi amigo Walter, he tardado en venir pero ha valido la pena, como siempre que vengo.
Gracias por este rato inquieto, le felicito a usted por su gran talento y por mantenernos en ascuas hasta el final.
Voy por el siguiente, :)
Abrazos desde España, desde mi Cantabria especial e inusualmente tórrida.

m.