
W.G.G
El primer
atardecer de primavera, Oscar Fritz Herztog retorna al terruño que lo acunó de
niño. Es el doceavo año del tercer milenio. Un verde frescor de Olmos y
casuarinas sale a recibirlo. Abre la tranquera y se encamina hacia la casa que
él mismo (junto a su abuelo, padre y hermanos) edificó a finales de los cuarenta.
Sobre Línea de los palos, a unos seis kilómetros del pueblito de Jaime Prats, se encuentra la finca de nueve hectáreas, aunque en su niñez a él le parecieran todo un continente. Poco luce diferente, allí está la hijuela entre dos filas de membrillos, el lugar en donde con Rainer su primo mayor, y en una play boy robada a otro primo, vieron la primera mujer desnuda. Por allá, el roble dividiendo los chiqueros vacíos y los restos de madera del sagrado refugio que, hasta con puertas y ventanas, erigieron con Edgardo y Roberto sobre el árbol amigo. Los mismos ladridos (otros perros) proveniente de las casuchas emplazadas en los tres puntos estratégicos, según su abuelo para custodiar la casa. El horno a leña al costado del gallinero (que como mucho alberga hoy seis gallinas y uno o dos gallos) y la visión instantánea de las nochecitas de empanadas lechón y pan casero que solían disfrutar con la alemanada de la zona. A su derecha el bosquecito de pinos junto a la vivienda y el momento de escoger la rama más derecha para la Noche Buena o la belleza de verlos emblanquecidos por alguna nevada.
Hertzog regresa tras medio centenar de inviernos. Setenta y tres años matizaron sus cabellos. El paso largo y decidido disfraza la edad, va sin miedos, convencido de lo que debe hacer. Sin tristezas, con la curiosidad de un bebé que vuelve a introducirse al vientre materno. No hay nostalgia, se dice una vez más, no se añora lo que uno no puede volver a vivir. O por lo menos eso se forzó a creer cuando puso el primer pie en Alemania. Creer que allá en la selva negra, en la fría y distante cuna de sus antepasados, estaba el único futuro posible.
Sobre Línea de los palos, a unos seis kilómetros del pueblito de Jaime Prats, se encuentra la finca de nueve hectáreas, aunque en su niñez a él le parecieran todo un continente. Poco luce diferente, allí está la hijuela entre dos filas de membrillos, el lugar en donde con Rainer su primo mayor, y en una play boy robada a otro primo, vieron la primera mujer desnuda. Por allá, el roble dividiendo los chiqueros vacíos y los restos de madera del sagrado refugio que, hasta con puertas y ventanas, erigieron con Edgardo y Roberto sobre el árbol amigo. Los mismos ladridos (otros perros) proveniente de las casuchas emplazadas en los tres puntos estratégicos, según su abuelo para custodiar la casa. El horno a leña al costado del gallinero (que como mucho alberga hoy seis gallinas y uno o dos gallos) y la visión instantánea de las nochecitas de empanadas lechón y pan casero que solían disfrutar con la alemanada de la zona. A su derecha el bosquecito de pinos junto a la vivienda y el momento de escoger la rama más derecha para la Noche Buena o la belleza de verlos emblanquecidos por alguna nevada.
Hertzog regresa tras medio centenar de inviernos. Setenta y tres años matizaron sus cabellos. El paso largo y decidido disfraza la edad, va sin miedos, convencido de lo que debe hacer. Sin tristezas, con la curiosidad de un bebé que vuelve a introducirse al vientre materno. No hay nostalgia, se dice una vez más, no se añora lo que uno no puede volver a vivir. O por lo menos eso se forzó a creer cuando puso el primer pie en Alemania. Creer que allá en la selva negra, en la fría y distante cuna de sus antepasados, estaba el único futuro posible.