
W.G.G
La luna, inquietantemente roja, presagiaba
tragedias. Encaramados al alto pasaje de cemento que cruzaba los diez carriles
de la I 95, los hombres aguardaban el tiempo oportuno. Dos de ellos se alejaron
del resto y tras bajar pisaron peligrosamente el borde de la autopista. Uno
llevaba en sus manos un par de trapos y una botella de vidrio. De a ratos
miraban para arriba como esperando una señal que partiera del grupo.
José Ramón Samaniego cerró
los ojos antes que el sudor los inundase y mientras aspiraba profundamente, con
un dedo estrujó sus cejas. Dio un par de pasos laterales buscando atemperar el
temblequeo de sus tobillos. Todo lucia de un color ocre oprimente, el peso de
la vía láctea reposaba en sus hombros. Por tercera vez, en menos de un minuto,
maldijo el instante en que aceptó la apuesta que lo había traído a este punto
sin retorno.