
WALTER GREULACH
Se despertó sobresaltado, le pesaba la cabeza y sentía la boca pastosa. El corazón latía apresurado. Una aguda puntada en el oído derecho le obligó a cerrar los ojos con fuerza. «Triste, solo e inmensamente desamparado», fue la primera frase que se proyectó inaugurando su mente esa mañana. Dos cosas lo sorprendieron en aquel insulso momento. El terrible dolor de estómago con el que se había acostado, ya no existía, y las molestas goteras —regalo del huracán Wilma— habían desaparecido.
Se vistió con la remera que tenía escrito "Viva el río en Paraná", la bermuda verde pálido y las ojotas marrones. De la boutique "Me cago en la elegancia", como solía criticarlo un amigo. Pensaba levantarse a las seis treinta y eran ya las nueve y media. El maldito reloj despertador había fallado una vez más. ¿Lo habría puesto anoche? Solo recordaba haber tenido la intención.
Aquel 30 de diciembre —mientras caminaba por Harding rumbo al supermercado Publix— Mauricio Iparraguirre repasó el peor año de su ahora miserable vida. En enero recibió la triste noticia desde Entre Ríos. Su abuelo materno, Lorenzo, había fallecido dos días después de cumplir los 99. Fue un cándido ser humano que con suma dedicación y cariño suplió la ausencia de sus padres, fallecidos en un incendio cuando él solo tenía cuatro años. Ahora, su ilusión de compartir juntos el centenario quedaba hecha añicos. Nunca se perdonaría el no haberlo ido a visitar en los últimos doce años. Las palabras de amor y agradecimiento que planeaba decirle quedarían eternamente atascadas en su garganta.
Cruzó la calle sesenta y nueve esquivando a un grupo de jóvenes que iban al parque a jugar al fútbol. «Rosarinos», pensó al observar las camisetas de Newel's y Central. En los primeros años del nuevo milenio, miles de argentinos arribaron a Miami. Con el estatus de país con visa waiver, sus habitantes no necesitaban más que presentar su pasaporte para entrar al país del norte. Lentamente fueron aglutinándose en Miami Beach, especialmente en el área donde vivía Mauricio. A esta zona, comenzó a conocérsela como la pequeña Buenos Aires.
En marzo comenzó a tener problemas para orinar. Los fuertes dolores y las gotas de sangre que expulsaba lo impulsaron a hacerse una serie de chequeos. Le costó dos mil dólares enterarse de que tenía un ramificado cáncer de vejiga. No poseía seguro médico y el tratamiento costosísimo le consumió en pocos meses los ahorros de más de diez temporadas. Era todavía una incógnita el tiempo que aún le quedaba de vida.
Se despertó sobresaltado, le pesaba la cabeza y sentía la boca pastosa. El corazón latía apresurado. Una aguda puntada en el oído derecho le obligó a cerrar los ojos con fuerza. «Triste, solo e inmensamente desamparado», fue la primera frase que se proyectó inaugurando su mente esa mañana. Dos cosas lo sorprendieron en aquel insulso momento. El terrible dolor de estómago con el que se había acostado, ya no existía, y las molestas goteras —regalo del huracán Wilma— habían desaparecido.
Se vistió con la remera que tenía escrito "Viva el río en Paraná", la bermuda verde pálido y las ojotas marrones. De la boutique "Me cago en la elegancia", como solía criticarlo un amigo. Pensaba levantarse a las seis treinta y eran ya las nueve y media. El maldito reloj despertador había fallado una vez más. ¿Lo habría puesto anoche? Solo recordaba haber tenido la intención.
Aquel 30 de diciembre —mientras caminaba por Harding rumbo al supermercado Publix— Mauricio Iparraguirre repasó el peor año de su ahora miserable vida. En enero recibió la triste noticia desde Entre Ríos. Su abuelo materno, Lorenzo, había fallecido dos días después de cumplir los 99. Fue un cándido ser humano que con suma dedicación y cariño suplió la ausencia de sus padres, fallecidos en un incendio cuando él solo tenía cuatro años. Ahora, su ilusión de compartir juntos el centenario quedaba hecha añicos. Nunca se perdonaría el no haberlo ido a visitar en los últimos doce años. Las palabras de amor y agradecimiento que planeaba decirle quedarían eternamente atascadas en su garganta.
Cruzó la calle sesenta y nueve esquivando a un grupo de jóvenes que iban al parque a jugar al fútbol. «Rosarinos», pensó al observar las camisetas de Newel's y Central. En los primeros años del nuevo milenio, miles de argentinos arribaron a Miami. Con el estatus de país con visa waiver, sus habitantes no necesitaban más que presentar su pasaporte para entrar al país del norte. Lentamente fueron aglutinándose en Miami Beach, especialmente en el área donde vivía Mauricio. A esta zona, comenzó a conocérsela como la pequeña Buenos Aires.
En marzo comenzó a tener problemas para orinar. Los fuertes dolores y las gotas de sangre que expulsaba lo impulsaron a hacerse una serie de chequeos. Le costó dos mil dólares enterarse de que tenía un ramificado cáncer de vejiga. No poseía seguro médico y el tratamiento costosísimo le consumió en pocos meses los ahorros de más de diez temporadas. Era todavía una incógnita el tiempo que aún le quedaba de vida.