29/5/13

Las Parcas Llegaron con el Viento




W.G.G



            Podríamos acotar que aquel pueblito enclavado en el medio de la nada, en el interior profundo de nuestro país, parecía un espejismo enjabonado sobre la ruta, de esos que alucinan al conductor después de kilómetros y kilómetros por las desoladas pampas. Pintoresco, acogedor (por lo menos ante el primer vistazo), poseía algo insanamente artificial cuando se lo apreciaba con más detenimiento.


            Arroyito Azul no debía tener más de setecientos habitantes. Todas sus calles estaban impecablemente asfaltadas y en los postes de las farolas  relucía el bronce artísticamente tallado. Unas ochocientas casitas, inquietantemente similares y vacías, se apiñaban sobre la avenida principal y sus ocho cortes transversales, la mayoría lucían recién arregladas. Una escuela primaria, correo, registro civil, capilla, dos almacenes y el edificio de la sede municipal alegremente decorado, matizaban el paisaje urbano. Aunque lo que realmente acaparaba la atención del mas que ocasional visitante era la fachada del club social y deportivo Patria. Con las puertas azul marino y el techo de un rojo furioso, ocupaba cuatro cuadras completas en las se desperdigaban una cancha de futbol con pasto sintético y tribunas para cinco mil personas, cuatro canchas de bocha, una gran pileta con trampolines a distinta altura y un polideportivo (rodeado de una pista de atletismo de tartán) con relucientes baldosas verdes. Un conjunto de redes y tableros permitían la práctica de casi cualquier actividad atlética.


            El caserío se apiñaba al final de un amplio valle, entre el arroyo de las piedras y los cerros dorados. Transcurrió la mayoría de su historia como un paradisiaco lugar donde un pueblo feliz vivía del cultivo de tierras bastante fértiles. Llegó a tener cuatro mil seiscientos pobladores en el censo del noventa. Hace como veinte años llegaron ELLOS, los compradores de tierra y su suerte quedó hecha añicos.
En solo cinco abriles el ochenta por ciento de los campos quedaron en manos de extraños y el pueblo se fue secando. Dos de tres casas estaban deshabitadas y cada vez transitaban por sus caminos más ancianos y menos jóvenes. El desangre había resultado dolorosamente soportable para quienes se la jugaron quedándose o para aquellos que simplemente no tuvieron otra opción. Entonces, para colmo de males, diecinueve meses atrás comenzó a cambiar el viento.




            En la plaza mayor del pueblo (tenía cuatro) y en uno de los bancos nuevos se encontraba José Antonio Planisic, el delegado municipal del pueblo. Era un bello lugar con juegos infantiles, pinos, palmeras y canteros repletos de petunias y pensamientos. En el centro, una fuente con un cupido en lo más alto era rodeada por dibujos de animales en exquisitos collages de baldosas. El pelado cejijunto miraba sin ver la ronda de sapos y tortugas que desde su base tiraban chorritos por la boca.


—¡Qué hermoso que está mi Arroyito! —musitó con falso orgullo, sabiendo que el panorama sería perfecto sino fuese por la escases de gente.  


Un grupo de quince niños (no quedaban muchos más) se divertían en los toboganes, hamacas y subi-bajas. Unos cuantos llevaban en su boca y nariz una especie de bozal blanco que no era otra cosa que un filtro de aire. Últimamente era común ver a los arroyoazulinos usando este tipo de protectores. Los índices de enfermedades respiratorias, canceres y afines se habían disparado a partir de que la brisa bajara desde el llano.

 Jose Antonio Planisic alzó la vista, le pesaban los parpados. La tristeza lo cansaba peor que cualquier actividad física. En la mañana temprano, le avisaron que el menor de los Troncoso, aquel que había nacido malformado, falleció en la clínica del pueblo. En los meses pasados, los casos de alumbramientos con este tipo de problemas empezaban a volverse comunes.

 El Toño observó con los ojos empañados a los chiquillos jugando. De seguir así la cosa, en poco tiempo la plaza se vestiría de silencio y nadie parecía estar dispuesto a oponerse a la vaca sagrada del país. ¿No se daban cuenta que su leche nos estaba envenenando? Nuestra gente prefería emigrar y abandonar todo y los políticos opositores miraban para otro lado, sabiendo que en un futuro podrían también beber de esas ubres.


—Si aunque sea no hubiese cambiado de dirección la puta corriente de aire. Porque fue allí que se jodió mi vida —pensó el hombre compungido.

 
            Cuando veinte años atrás llegaron trayéndoles “el progreso”, muchos los recibieron con bombos y platillos. Asfaltaron las calles, pusieron cloacas y alumbrado público nuevo y hasta un laboratorio le montaron a la escuelita. El centro asistencial se transformó en una moderna clínica envidia de todo el valle, con unos jardines bellísimos y un cementerio parque gratis para los arroyoazulinos.  Ni hablar del club que al inaugurarlo fue noticia en todos los medios periodísticos del país. En los primeros meses se vivió todo con gran expectativa, los que no vendieron sus campos pensaron que habían obrado acertadamente.

ELLOS bajaban seguido al poblado, siguió rememorando el Toño sumergido en su mal humor. Organizaban fiestas en fechas patrias y sorteaban electrodomésticos. Si hasta para el comienzo del milenio regalaron un auto que se lo sacó la familia del pichón Luna. Ya no están más, se fueron, ya hace un año, cuando falleció la esposa de un cáncer pulmonar, la hija la había antecedido en el ascenso al cielo solo por un par de semanas.





Cuando el viento rebotaba en los cerros, como que la cosa pasaba desapercibida, el peligro no era tanto (o por lo menos parecía no serlo), entonces no miraban a los extraños como ahora, con una mezcla de resentimiento y miedo.


—Siempre quise servir a mi pueblo, poder llegar a ser la cabeza de mi comunidad y ahora que lo logré me cae toda esta mierda —susurró con las manos crispadas, conteniendo el escuálido aliento que aún lo mantenía en pie.


Él también estaba enfermo, con los pulmones reventados, llenos de líquido, como le dijo su amigo el doctor. Pero lo que más lo incomodaba no era lo físico, sino la vergüenza que parecía horadarlo todo. Porque él supo desde el inicio lo que  ELLOS se traían  entre manos, y cuando vio los aviones de la muerte cargados de Round up sobrevolando el llano, terminó de confirmarlo. Y vaya si no pensó en enfrentarlos, en contarle a su gente la ponzoñosa mentira que había tras toda esa beneficencia. Allí fue que astutamente le ofrecieron el cargo desde el partido gobernante y después llegó el puntero con el bolso de dinero tapiando sus labios. De que carajos le servían ahora la casa ampliada, el televisor plasma o la camioneta cuatro por cuatro. Siempre se consoló pensando que nada se podía hacer, que mejor adecuarse a lo que había y tirar para adelante. Su tarea era acallar las voces de los díscolos, desmovilizarlos por las buenas o por las malas y arrear a su gente dulcemente… al matadero.


—¡Rata infeliz, cobarde corrupto! Pueda ser que te pudras en el infierno  —se insultó, no con palabras, sino con ronquido entrecortado, único sonido capaz de ser emitido por un destrozado pecho.


—La gran bendición de la Republica, la que ha modernizado a tantos pueblos a lo largo y a lo ancho del territorio nacional, la que logró en poco tiempo el enriquecimiento de empresarios y políticos sin escrúpulos, ese cultivo perverso de solo cuatro letras (el secreto mejor guardado de la “década ganada”), se transformará en poco tiempo en la gran maldición de la historia patria —pensó compungido el delegado municipal.


El Toño veía en sus sueños recurrentes, extensiones infinitas de campos secos, chupados de nutrientes para las futuras generaciones. Poblados fantasmas, ríos y arroyos ponzoñosos de productos químicos, hombres y mujeres sin alma, con bozales blancos, deambulando por caminos polvorientos.


Quizá no fuese tan así y su pensamiento pecara de extremista, tal vez hubiese un chin de esperanza, intentó pensar Planisic mirando el cielo de un azul hechicero. Por ahí en algún lugar aún subsistían personas dispuestas a luchar. Tipos que conociesen la atrocidad que se estaba cometiendo  y tuviesen los huevos de enfrentarlos, de echárlos (a propios y a extraños) a patadas. En varios países de Europa, en Japón y hasta en el mismo Perú ya lo habían logrado. Para él ya era demasiado tarde, nunca tendría el coraje, la salud, ni la autoridad moral para hacerlo. Su hermoso y adorado pueblo en poco tiempo seria historia.


Unos bocinazos en la ruta que los unía a la ciudad lo trajeron a la realidad. Las parcas, disfrazadas de camiones de Monsanto cargados con soja transgénica y glifosato cruzaban el valle.


El viento, el maldito viento embrujaba el pelo reseco de Toño y mientras peinaba sus lágrimas, arrojaba aromas de muerte sobre Arroyito Azul.
 
 

1 comentario:

Anónimo dijo...

Judhit Nancy Heredia Troncoso

Feliz día del periodista !!!