W.G.G
Podríamos acotar que aquel pueblito enclavado en el medio de la nada, en el interior profundo de nuestro país, parecía un espejismo enjabonado sobre la ruta, de esos que alucinan al conductor después de kilómetros y kilómetros por las desoladas pampas. Pintoresco, acogedor (por lo menos ante el primer vistazo), poseía algo insanamente artificial cuando se lo apreciaba con más detenimiento.
Arroyito
Azul no debía tener más de setecientos habitantes. Todas sus calles estaban
impecablemente asfaltadas y en los postes de las farolas relucía el bronce artísticamente tallado.
Unas ochocientas casitas, inquietantemente similares y vacías, se apiñaban
sobre la avenida principal y sus ocho cortes transversales, la mayoría lucían
recién arregladas. Una escuela primaria, correo, registro civil, capilla, dos
almacenes y el edificio de la sede municipal alegremente decorado, matizaban el
paisaje urbano. Aunque lo que realmente acaparaba la atención del mas que ocasional
visitante era la fachada del club social y deportivo Patria. Con las puertas
azul marino y el techo de un rojo furioso, ocupaba cuatro cuadras completas en
las se desperdigaban una cancha de futbol con pasto sintético y tribunas para
cinco mil personas, cuatro canchas de bocha, una gran pileta con trampolines a
distinta altura y un polideportivo (rodeado de una pista de atletismo de
tartán) con relucientes baldosas verdes. Un conjunto de redes y tableros permitían
la práctica de casi cualquier actividad atlética.
El caserío se apiñaba al final de un amplio valle, entre el arroyo de las
piedras y los cerros dorados. Transcurrió la mayoría de su historia como un
paradisiaco lugar donde un pueblo feliz vivía del cultivo de tierras bastante fértiles.
Llegó a tener cuatro mil seiscientos pobladores en el censo del noventa. Hace como
veinte años llegaron ELLOS, los compradores de tierra y su suerte quedó hecha
añicos.
En solo cinco abriles el ochenta por ciento de los campos quedaron en manos de extraños y el pueblo se fue secando. Dos de tres casas estaban deshabitadas y cada vez transitaban por sus caminos más ancianos y menos jóvenes. El desangre había resultado dolorosamente soportable para quienes se la jugaron quedándose o para aquellos que simplemente no tuvieron otra opción. Entonces, para colmo de males, diecinueve meses atrás comenzó a cambiar el viento.
En la plaza mayor del pueblo (tenía cuatro) y en uno de
los bancos nuevos se encontraba José Antonio Planisic, el delegado municipal del
pueblo. Era un bello lugar con juegos infantiles, pinos, palmeras y canteros
repletos de petunias y pensamientos. En el centro, una fuente con un cupido en
lo más alto era rodeada por dibujos de animales en exquisitos collages de baldosas.
El pelado cejijunto miraba sin ver la ronda de sapos y tortugas que desde su
base tiraban chorritos por la boca.
En solo cinco abriles el ochenta por ciento de los campos quedaron en manos de extraños y el pueblo se fue secando. Dos de tres casas estaban deshabitadas y cada vez transitaban por sus caminos más ancianos y menos jóvenes. El desangre había resultado dolorosamente soportable para quienes se la jugaron quedándose o para aquellos que simplemente no tuvieron otra opción. Entonces, para colmo de males, diecinueve meses atrás comenzó a cambiar el viento.
—¡Qué hermoso que está mi
Arroyito! —musitó con falso orgullo, sabiendo que el panorama sería perfecto
sino fuese por la escases de gente.
Un grupo de quince niños (no
quedaban muchos más) se divertían en los toboganes, hamacas y subi-bajas. Unos
cuantos llevaban en su boca y nariz una especie de bozal blanco que no era otra
cosa que un filtro de aire. Últimamente era común ver a los arroyoazulinos
usando este tipo de protectores. Los índices de enfermedades respiratorias,
canceres y afines se habían disparado a partir de que la brisa bajara desde el
llano.
Jose Antonio Planisic alzó
la vista, le pesaban los parpados. La tristeza lo cansaba peor que cualquier
actividad física. En la mañana temprano, le avisaron que el menor de los Troncoso,
aquel que había nacido malformado, falleció en la clínica del pueblo. En los
meses pasados, los casos de alumbramientos con este tipo de problemas empezaban
a volverse comunes.
Cuando veinte años atrás
llegaron trayéndoles “el progreso”, muchos los recibieron con bombos y
platillos. Asfaltaron las calles, pusieron cloacas y alumbrado público nuevo y
hasta un laboratorio le montaron a la escuelita. El centro asistencial se
transformó en una moderna clínica envidia de todo el valle, con unos jardines
bellísimos y un cementerio parque gratis para los arroyoazulinos. Ni hablar del club que al inaugurarlo fue
noticia en todos los medios periodísticos del país. En los primeros meses se
vivió todo con gran expectativa, los que no vendieron sus campos pensaron que
habían obrado acertadamente.
El Toño observó con los
ojos empañados a los chiquillos jugando. De seguir así la cosa, en poco tiempo
la plaza se vestiría de silencio y nadie parecía estar dispuesto a oponerse a
la vaca sagrada del país. ¿No se daban cuenta que su leche nos estaba
envenenando? Nuestra gente prefería emigrar y abandonar todo y los políticos
opositores miraban para otro lado, sabiendo que en un futuro podrían también
beber de esas ubres.
—Si aunque sea no hubiese
cambiado de dirección la puta corriente de aire. Porque fue allí que se jodió
mi vida —pensó el hombre compungido.
ELLOS bajaban seguido al
poblado, siguió rememorando el Toño sumergido en su mal humor. Organizaban
fiestas en fechas patrias y sorteaban electrodomésticos. Si hasta para el
comienzo del milenio regalaron un auto que se lo sacó la familia del pichón
Luna. Ya no están más, se fueron, ya hace un año, cuando falleció la esposa de
un cáncer pulmonar, la hija la había antecedido en el ascenso al cielo solo por un par de semanas.
Cuando el viento rebotaba en
los cerros, como que la cosa pasaba desapercibida, el peligro no era tanto (o
por lo menos parecía no serlo), entonces no miraban a los extraños como ahora,
con una mezcla de resentimiento y miedo.
—Siempre quise servir a mi
pueblo, poder llegar a ser la cabeza de mi comunidad y ahora que lo logré me
cae toda esta mierda —susurró con las manos crispadas, conteniendo el escuálido
aliento que aún lo mantenía en pie.
Él también estaba enfermo,
con los pulmones reventados, llenos de líquido, como le dijo su amigo el doctor.
Pero lo que más lo incomodaba no era lo físico, sino la vergüenza que parecía horadarlo
todo. Porque él supo desde el inicio lo que ELLOS se traían entre manos, y
cuando vio los aviones de la muerte cargados de Round up sobrevolando el llano,
terminó de confirmarlo. Y vaya si no pensó en enfrentarlos, en contarle a su
gente la ponzoñosa mentira que había tras toda esa beneficencia. Allí fue que
astutamente le ofrecieron el cargo desde el partido gobernante y después llegó
el puntero con el bolso de dinero tapiando sus labios. De que carajos le servían
ahora la casa ampliada, el televisor plasma o la camioneta cuatro por cuatro.
Siempre se consoló pensando que nada se podía hacer, que mejor adecuarse a lo
que había y tirar para adelante. Su tarea era acallar las voces de los díscolos,
desmovilizarlos por las buenas o por las malas y arrear a su gente dulcemente…
al matadero.
—¡Rata infeliz, cobarde
corrupto! Pueda ser que te pudras en el infierno —se insultó, no con palabras, sino con
ronquido entrecortado, único sonido capaz de ser emitido por un destrozado
pecho.
—La gran bendición de la
Republica, la que ha modernizado a tantos pueblos a lo largo y a lo ancho del
territorio nacional, la que logró en poco tiempo el enriquecimiento de
empresarios y políticos sin escrúpulos, ese cultivo perverso de solo cuatro
letras (el secreto mejor guardado de la “década ganada”), se transformará en
poco tiempo en la gran maldición de la historia patria —pensó compungido el delegado municipal.
El Toño veía en sus sueños
recurrentes, extensiones infinitas de campos secos, chupados de nutrientes para
las futuras generaciones. Poblados fantasmas, ríos y arroyos ponzoñosos de
productos químicos, hombres y mujeres sin alma, con bozales blancos, deambulando
por caminos polvorientos.
Quizá no fuese tan así y su
pensamiento pecara de extremista, tal vez hubiese un chin de esperanza, intentó
pensar Planisic mirando el cielo de un azul hechicero. Por ahí en algún lugar aún
subsistían personas dispuestas a luchar. Tipos que conociesen la atrocidad que
se estaba cometiendo y tuviesen los
huevos de enfrentarlos, de echárlos (a propios y a extraños) a patadas.
En varios países de Europa, en Japón y hasta en el mismo Perú ya lo habían logrado.
Para él ya era demasiado tarde, nunca tendría el coraje, la salud, ni la autoridad
moral para hacerlo. Su hermoso y adorado pueblo en poco tiempo seria historia.
Unos bocinazos en la ruta
que los unía a la ciudad lo trajeron a la realidad. Las parcas, disfrazadas de
camiones de Monsanto cargados con soja transgénica y glifosato cruzaban el
valle.
El viento, el maldito viento
embrujaba el pelo reseco de Toño y mientras peinaba sus lágrimas, arrojaba
aromas de muerte sobre Arroyito Azul.
1 comentario:
Judhit Nancy Heredia Troncoso
Feliz día del periodista !!!
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