7/6/13

Quizá porque se me Antojó Creerle

                                       550 dias

W.G.G
 
Al Moncho Iturbe no era que le desagradara tanto la vida, solo le disgustaba la forma en que la vida lo había tratado siempre. Era poseedor de una soledad rayana en lo absoluto y esa medianoche peor aún, porque su ser más preciado, el único receptáculo de sus palabras y caricias acababa de fallecer.

Han pasado ya veintiocho calendarios por mi pared y todavía retengo con inusitada claridad la historia que el chino Pandiani nos narró una noche de quilmes y maníes en el café Nostalgias, allá en Córdoba, sobre la Obispo Trejo. El chino era un porteño de ley, un fabulador innato, tenía esa cualidad de hacer de la nada un show y en verdad que nos divertía, por lo menos en esos momentos en que teníamos ganas de escucharlo. La anécdota de su supuesto vecino en caballito, fue lo único que tras tanto tiempo me quedó registrado. Quizá porque en algún instante de su verborrágico relato me identifiqué con el Moncho Iturbe y envidié su velada extraordinaria. Quizá simplemente porque entonces se me antojó por vez primera y última creerle al chino Pandiani.

Se acomodó en el rincón predilecto y apoyó el borde superior de la silla en la pared, como lo hacía siempre. Estiró las piernas y bostezó abotargado por la tristeza y el aburrimiento. Se sacó la húmeda campera de lana y la tiró en la esquina de la mesa. Aquel jueves, pasada la medianoche, venia de enterrar a michifus en la plaza del barrio. La tumba la cavó bajo un banco, protegido por el olmo, su viejo amigo, el mismo que lo cobijara en tantas tardes de hastío. Una fina y pegajosa llovizna tapizó su camino al Farolito. Tuvo suerte de que el cielo no se desvencijara hasta segundos después de ingresar al bar.



            Pidió un tequila y lo bebió con desesperación, el líquido araño su garganta sacándole la segunda lágrima del día. Ya no habría más ronroneos en su cuarto de pensión cuando volviese esa madrugada, sus manos ya no encontrarían la tibieza del pelo gatuno ni esos ojos que lo observaban con adoración. Ya no tendría quien le amasara el pecho con fruición, ni una lengua áspera que le recordara que aún estaba vivo.


—¿Y ahora qué? —musitó el sexagenario mientras bajaba la vista para observar sus embarrados borceguíes.


Por su gastado reloj omega los segundos se arrastraban interminables. Llovía sobre Caballito, diluviaba en el interior del Moncho. Jubilado del ferrocarril, divorciado desde los ochenta, con un hijo caído en las Malvinas y una hija ilegal en Miami, Iturbe se las había arreglado bastante bien en las últimas tres décadas, por lo menos en el plano psicológico. Podríamos decir que logró tapiar sus emociones. Ahora, tras la muerte de su gata quinceañera los alfileres que apuntaban el celofán cobertor, uno a uno se iban desprendiendo.


—¿Y ahora qué? —sollozó tras el segundo shot de Milagro.


La fonola digital agriaba el ambiente con un tango del polaco. El ex ferroviario observó a su alrededor con desgano. Como en cámara lenta, tres jóvenes jugaban al pool, ralentizados por el alcohol que habían ingerido y el tequila que corría por las venas del Moncho. Un tipo, en la otra esquina, mientras fumaba un apestoso cigarro leía a Sábato (no lo dijo Pandiani pero lo imagino). El dueño del tugurio, apoyado en la barra, observaba una película de Cantinflas por A.T.C en un sony catorce pulgadas. El resto de las mesas estaban vacías. Tras los cristales, el manto de agua apenas dejaba ver las luces de los autos que circulaban la avenida.


El bar cerraba a las dos los días de semana, faltaban solo veinte minutos y el hombre tomó conciencia de que el paraguas había quedado sobre el nicho de michifus. Más temprano, al salir del conventillo, no pensó en traer el impermeable que su hija le mandó desde los Estados Unidos, muy lindo y abrigado, de una tienda de ropa usada le dijo. Ahora meditaba que no había provocado en ella ni siquiera el cariño que lo hiciera merecedor de una campera nueva.

Por el aire surcaba Ray Charles, la bola negra acababa de entrar en el hoyo equivocado y nuestro hombre se empinaba el cuarto shot cuando chirrió la puerta de calle y el segundero se detuvo al verla entrar.

Era bella de una forma rabiosamente impune. De esas presencias que no encuentran adjetivos en el léxico común. Solo diré que al Moncho el cuore se le trabó y por primera vez en veintilargos años sintió una erección tamaño Aconcagua.



Los borrachos ni levantaron la vista del taco. El lector hediondo le prestó tres segundos de atención y volteó la página. El dueño dio dos pasos reglamentarios y sin apartar un ojo de la pantalla, la desvistió con el otro y en silencio abrió sus brazos para indagar que deseaba.

—Un shot de milagro con sal y limón por favor —dijo el mujerón señalándole la mesa de la esquina desde donde el Moncho la observaba al borde de un infarto.

El hombre era incapaz de contener la excitación animal que le acometía. Tuvo que apretar dientes y nalgas para no acabar en el momento en que ella, con una voz ronca y sensual, le preguntó:

—¿Señor Iturbe, puedo sentarme por favor?

A esa altura nuestro protagonista tenía la nuez de Adán dada vuelta, no pudiendo pronunciar sonido alguno. Asintió avergonzado y mientras con una mano temblorosa le señalaba la silla de enfrente, con la otra se tapaba disimuladamente al amigo delator de su libido. Había algo hipnótico en ella, algo fascinantemente extraño, anormal. Era como si el tiempo y el espacio no existieran a su alrededor, ella y solo ella ocupaba todo. 

Lo que la pelirroja le contó en esos quince minutos anteriores al cierre del farolito no viene al caso y me aburriría en sobremanera el detallárselos. Solo diré que confesó ser amiga de Laura, la hija de Iturbe y que aprovechando que venía a Bs. As. por unos días, le traía unos obsequios de su parte.

El asunto es que esa madrugada después del bar, el Moncho vivió, por lejos, el mejor momento de su existencia. En la pieza de pensión tuvo sexo a los sesenta y siete como ni en su juventud había tenido, como nunca pensó que podría. No una ni dos, sino tres veces derramó su simiente dentro de ella, o mejor dicho, dentro de tres preservativo.

Cuando los rayos del amanecer coloreaban el conventillo, la exuberante mujer abandonó Caballito tan misteriosamente como había arribado, dejándolo con un sentimiento de plenitud, con una felicidad que, en el tiempo por venir,  sería el verdadero motivo de su reencause por la vida. 

Iturbe volvió a casarse con una veterana que conoció en la tanguería de la esquina. Con ella viajó varias veces a Miami disfrutando de su hija y sus nietos. Y vivió plenamente los últimos quince años. Podríamos afirmar que al Moncho lo salvó aquella pelirroja de ojos felinos. Sin embargo, transitaría hasta el final de sus días con la incógnita de quién había sido realmente esa muchacha. Laura Iturbe negó rotundamente conocerla y aquella noche al marcharse la diosa, el hombre cayó en cuenta que nunca recibió los supuestos regalitos. Algo que lo desconcertó, llevándolo a pensar que solo había sido un sueño genial, fue que nunca encontró los preservativos ni nada que corroborara la presencia de ella. Sin embargo el dueño del bar (el Chino lo repitió varias veces) no se cansaría de contar, a quien quisiera ratificar la increíble historia, que dicha madrugada el Moncho salió del lugar nocturno con una pelirroja infernal.

 El Chino Zárate terminó el relato aportándonos su curiosa teoría, cotejada con un libro de abducciones alienígenas en el cual se sostenía que la extracción de semen de especímenes humanos es una práctica habitual de varias razas extraterrestres. Nunca se la expuso al Moncho para no herir su sentimiento de macho conquistador.

Siempre tuve mis serias dudas sobre la veracidad de la historia del Chino Zárate. Primero, porque fue siempre un fabulador innato, con un poder de inventiva que no volví a ver en persona alguna. Segundo, porque no creo mucho en el tema de las abducciones. Y tercero, porque el tan mentado Moncho podría haber alquilado una prostituta para cambiar su imagen de allí y para siempre.

Como sea, en algunas  noches de luna llena aquí en Miami, después de un par de rones o tintos, cuando el alma comienza a juguetear con sus muzas y aletean soledades por doquier, sentado en el deck bajo las paltas, imagino su roja cabellera acercándose desde la calle y su voz ronca y sensual preguntándome:

—¿Señor Greulach, puedo sentarme por favor?
 


5 comentarios:

Anónimo dijo...

Patrick Boulet

Buen relato Walter, felicitaciones.

Anónimo dijo...

Teovaldo Angel Pesce Pawlow

Que bueno...¡¡¡ Muchas gracias Walter. No sería una reencarnación de la gata muerta ?

Walter G. Greulach dijo...


Mirá vos. No lo habia pensado asi Teo, un abrazo...

Gracias Patrick...

Anónimo dijo...

WalterGerardoGreulach: eres maestro en esto de la narrativa, amigo. Lo que nos has compartido se lee así, de un tirón, para saber qué fue, a fin, de la pelirroja.
Mi voto y un saludo desde México
Volivar (Jorge Martinez)

Anónimo dijo...

Silvia Gonzalez Michelotti ·

Hermoso!!! te felicito!!!