W.G.G
Al Moncho Iturbe no era que
le desagradara tanto la vida, solo le disgustaba la forma en que la vida lo
había tratado siempre. Era poseedor de una soledad rayana en lo absoluto y esa
medianoche peor aún, porque su ser más preciado, el único receptáculo de sus
palabras y caricias acababa de fallecer.
Han pasado ya veintiocho
calendarios por mi pared y todavía retengo con inusitada claridad la historia
que el chino Pandiani nos narró una noche de quilmes y maníes en el café
Nostalgias, allá en Córdoba, sobre la Obispo Trejo. El chino era un porteño de ley, un fabulador
innato, tenía esa cualidad de hacer de la nada un show y en verdad que nos
divertía, por lo menos en esos momentos en que teníamos ganas de escucharlo. La
anécdota de su supuesto vecino en caballito, fue lo único que tras tanto tiempo
me quedó registrado. Quizá porque en algún instante de su verborrágico relato
me identifiqué con el Moncho Iturbe y envidié su velada extraordinaria. Quizá simplemente
porque entonces se me antojó por vez primera y última creerle al chino Pandiani.
Se acomodó en el rincón
predilecto y apoyó el borde superior de la silla en la pared, como lo hacía
siempre. Estiró las piernas y bostezó abotargado por la tristeza y el
aburrimiento. Se sacó la húmeda campera de lana y la tiró en la esquina de la
mesa. Aquel jueves, pasada la medianoche, venia de enterrar a michifus en la
plaza del barrio. La tumba la cavó bajo un banco, protegido por el olmo, su
viejo amigo, el mismo que lo cobijara en tantas tardes de hastío. Una fina y
pegajosa llovizna tapizó su camino al Farolito. Tuvo suerte de que el cielo no
se desvencijara hasta segundos después de ingresar al bar.
Pidió un tequila y lo bebió
con desesperación, el líquido araño su garganta sacándole la segunda lágrima
del día. Ya no habría más ronroneos en su cuarto de pensión cuando volviese esa
madrugada, sus manos ya no encontrarían la tibieza del pelo gatuno ni esos ojos
que lo observaban con adoración. Ya no tendría quien le amasara el pecho con fruición,
ni una lengua áspera que le recordara que aún estaba vivo.
—¿Y ahora qué? —musitó el
sexagenario mientras bajaba la vista para observar sus embarrados borceguíes.
Por su gastado reloj omega
los segundos se arrastraban interminables. Llovía sobre Caballito, diluviaba en
el interior del Moncho. Jubilado del ferrocarril, divorciado desde los ochenta,
con un hijo caído en las Malvinas y una hija ilegal en Miami, Iturbe se las había
arreglado bastante bien en las últimas tres décadas, por lo menos en el plano psicológico.
Podríamos decir que logró tapiar sus emociones. Ahora, tras la muerte de su
gata quinceañera los alfileres que apuntaban el celofán cobertor, uno a uno se
iban desprendiendo.
—¿Y ahora qué? —sollozó tras
el segundo shot de Milagro.
La fonola digital agriaba el
ambiente con un tango del polaco. El ex ferroviario observó a su alrededor con
desgano. Como en cámara lenta, tres jóvenes jugaban al pool, ralentizados por
el alcohol que habían ingerido y el tequila que corría por las venas del
Moncho. Un tipo, en la otra esquina, mientras fumaba un apestoso cigarro leía a
Sábato (no lo dijo Pandiani pero lo imagino). El dueño del tugurio, apoyado en
la barra, observaba una película de Cantinflas por A.T.C en un sony catorce
pulgadas. El resto de las mesas estaban vacías. Tras los cristales, el manto de
agua apenas dejaba ver las luces de los autos que circulaban la avenida.
El bar cerraba a las dos los
días de semana, faltaban solo veinte minutos y el hombre tomó conciencia de que
el paraguas había quedado sobre el nicho de michifus. Más temprano, al salir
del conventillo, no pensó en traer el impermeable que su hija le mandó desde
los Estados Unidos, muy lindo y abrigado, de una tienda de ropa usada le dijo.
Ahora meditaba que no había provocado en ella ni siquiera el cariño que lo
hiciera merecedor de una campera nueva.
Por el aire surcaba Ray
Charles, la bola negra acababa de entrar en el hoyo equivocado y nuestro hombre
se empinaba el cuarto shot cuando chirrió la puerta de calle y el segundero se
detuvo al verla entrar.
Era bella de una forma rabiosamente
impune. De esas presencias que no encuentran adjetivos en el léxico común. Solo
diré que al Moncho el cuore se le trabó y por primera vez en veintilargos años
sintió una erección tamaño Aconcagua.
Los borrachos ni levantaron
la vista del taco. El lector hediondo le prestó tres segundos de atención y volteó
la página. El dueño dio dos pasos reglamentarios y sin apartar un ojo de la
pantalla, la desvistió con el otro y en silencio abrió sus brazos para indagar
que deseaba.
—Un shot de milagro con sal
y limón por favor —dijo el mujerón señalándole la mesa de la esquina desde
donde el Moncho la observaba al borde de un infarto.
El hombre era incapaz de
contener la excitación animal que le acometía. Tuvo que apretar dientes y
nalgas para no acabar en el momento en que ella, con una voz ronca y sensual,
le preguntó:
—¿Señor Iturbe, puedo
sentarme por favor?
A esa altura nuestro
protagonista tenía la nuez de Adán dada vuelta, no pudiendo pronunciar sonido
alguno. Asintió avergonzado y mientras con una mano temblorosa le señalaba la
silla de enfrente, con la otra se tapaba disimuladamente al amigo delator de su
libido. Había algo hipnótico en ella, algo fascinantemente extraño, anormal.
Era como si el tiempo y el espacio no existieran a su alrededor, ella y solo
ella ocupaba todo.
Lo que la pelirroja le contó
en esos quince minutos anteriores al cierre del farolito no viene al caso y me
aburriría en sobremanera el detallárselos. Solo diré que confesó ser amiga de
Laura, la hija de Iturbe y que aprovechando que venía a Bs. As. por unos días,
le traía unos obsequios de su parte.
El asunto es que esa
madrugada después del bar, el Moncho vivió, por lejos, el mejor momento de su
existencia. En la pieza de pensión tuvo sexo a los sesenta y siete como ni en
su juventud había tenido, como nunca pensó que podría. No una ni dos, sino tres
veces derramó su simiente dentro de ella, o mejor dicho, dentro de tres
preservativo.
Cuando los rayos del
amanecer coloreaban el conventillo, la exuberante mujer abandonó Caballito tan
misteriosamente como había arribado, dejándolo con un sentimiento de plenitud,
con una felicidad que, en el tiempo por venir,
sería el verdadero motivo de su reencause por la vida.
Iturbe volvió a casarse con
una veterana que conoció en la tanguería de la esquina. Con ella viajó varias
veces a Miami disfrutando de su hija y sus nietos. Y vivió plenamente los
últimos quince años. Podríamos afirmar que al Moncho lo salvó aquella pelirroja
de ojos felinos. Sin embargo, transitaría hasta el final de sus días con la
incógnita de quién había sido realmente esa muchacha. Laura Iturbe negó
rotundamente conocerla y aquella noche al marcharse la diosa, el hombre cayó en
cuenta que nunca recibió los supuestos regalitos. Algo que lo desconcertó,
llevándolo a pensar que solo había sido un sueño genial, fue que nunca encontró
los preservativos ni nada que corroborara la presencia de ella. Sin embargo el
dueño del bar (el Chino lo repitió varias veces) no se cansaría de contar, a
quien quisiera ratificar la increíble historia, que dicha madrugada el Moncho
salió del lugar nocturno con una pelirroja infernal.
El Chino Zárate terminó el relato aportándonos
su curiosa teoría, cotejada con un libro de abducciones alienígenas en el cual
se sostenía que la extracción de semen de especímenes humanos es una práctica
habitual de varias razas extraterrestres. Nunca se la expuso al Moncho para no
herir su sentimiento de macho conquistador.
Siempre tuve mis serias
dudas sobre la veracidad de la historia del Chino Zárate. Primero, porque fue
siempre un fabulador innato, con un poder de inventiva que no volví a ver en
persona alguna. Segundo, porque no creo mucho en el tema de las abducciones. Y
tercero, porque el tan mentado Moncho podría haber alquilado una prostituta
para cambiar su imagen de allí y para siempre.
Como sea, en algunas noches de luna llena aquí en Miami, después
de un par de rones o tintos, cuando el alma comienza a juguetear con sus muzas
y aletean soledades por doquier, sentado en el deck bajo las paltas, imagino su
roja cabellera acercándose desde la calle y su voz ronca y sensual
preguntándome:
—¿Señor Greulach, puedo
sentarme por favor?
5 comentarios:
Patrick Boulet
Buen relato Walter, felicitaciones.
Teovaldo Angel Pesce Pawlow
Que bueno...¡¡¡ Muchas gracias Walter. No sería una reencarnación de la gata muerta ?
Mirá vos. No lo habia pensado asi Teo, un abrazo...
Gracias Patrick...
WalterGerardoGreulach: eres maestro en esto de la narrativa, amigo. Lo que nos has compartido se lee así, de un tirón, para saber qué fue, a fin, de la pelirroja.
Mi voto y un saludo desde México
Volivar (Jorge Martinez)
Silvia Gonzalez Michelotti ·
Hermoso!!! te felicito!!!
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