
Acostado en una hamaca colgada de dos palmeras, acariciado
por un aire preñado de iodo y sal, en aquella deliciosa puesta de sol sobre el
Pacífico, Robert Mundarian llegó a la conclusión de que, pese a todo, la vida
era bella y que la tierra se constituía en un lugar placentero para existir. Su
perra Mika descansaba un par de metros frente suyo, acababa de cumplir treinta
años y, tan anciana como él, transitaban juntos por el tramo final del camino.
Tres gaviotas planeaban casi inmóviles sobre las cabezas de
un grupo de niñas que entre gritos y risas las alimentaban al borde de la
playa. Un naranja pálido disfrazaba el paisaje y sumado al ronronear de las
olas y a una tenue melodía como de música clásica que le llegaba quien sabe de
dónde, adormecían tiempo y espacio invitándolo a la reflexión.
Hawái, la cada vez más pequeña Hawái despedía la tarde. Era
el año 2832 y nunca se había atravesado por una paz tan duradera en la historia
de la confederación de planetas de la Vía Láctea. Sin embargo jamás como en ese
momento la supervivencia misma de la raza humana había estado tan en jaque.