Acostado en una hamaca colgada de dos palmeras, acariciado
por un aire preñado de iodo y sal, en aquella deliciosa puesta de sol sobre el
Pacífico, Robert Mundarian llegó a la conclusión de que, pese a todo, la vida
era bella y que la tierra se constituía en un lugar placentero para existir. Su
perra Mika descansaba un par de metros frente suyo, acababa de cumplir treinta
años y, tan anciana como él, transitaban juntos por el tramo final del camino.
Tres gaviotas planeaban casi inmóviles sobre las cabezas de
un grupo de niñas que entre gritos y risas las alimentaban al borde de la
playa. Un naranja pálido disfrazaba el paisaje y sumado al ronronear de las
olas y a una tenue melodía como de música clásica que le llegaba quien sabe de
dónde, adormecían tiempo y espacio invitándolo a la reflexión.
Hawái, la cada vez más pequeña Hawái despedía la tarde. Era
el año 2832 y nunca se había atravesado por una paz tan duradera en la historia
de la confederación de planetas de la Vía Láctea. Sin embargo jamás como en ese
momento la supervivencia misma de la raza humana había estado tan en jaque.
A Robert y a sus dos hermanos mayores, Jules y Tony, los
confinaron en la isla apenas nacidos, aquí se encontraron con otros veintisiete
mil varones que eran cuidados como el tesoro más preciado de la humanidad, los
llamados portadores de la semilla. Los únicos especímenes machos humanos sobre
la faz del universo. Poco a poco fueron muriendo todos, Robert había ostentado
durante la pasada década el raro privilegio de ser el último hombre. Lo veneraban
como a una especie de Dios, pero él se había sentido como un animal de
zoológico al que de vez en cuando venían a visitar científicas, grupos de
estudiantes y toda persona curiosa e influyente que obtuviese una aprobación
del gobierno. Por suerte hacía un par de años que lo habían dejado tranquilo,
desde el momento en que asumieron que no había vuelta de hoja y que la
situación ya era irremediable. Se acabaron las horas interminables de estudios
y tratamientos, quedó libre para moverse en su isla como más le placiera y para
ver a quien quisiese.
El cromosoma femenino X contiene más de 1.000 genes, además de que las
mujeres tienen dos cromosomas de este tipo (XX). El masculino Y, en un
principio disponía del mismo número de genes que su homólogo femenino, pero
a lo largo de cientos de millones de años se fue destruyendo poco a poco,
haciendo que los cromosomas de Robert contasen con apenas un puñado de genes.
La presencia de un par de cromosomas del mismo tipo en las células
femeninas permite la sustitución de los genes dañados cuando es necesario, pero
los cromosomas masculinos no tenían
‘pareja’, por lo que fue imposible reemplazar las partes dañadas.
A principio del tercer milenio
la ciencia médica tomó conciencia de esta malformación cromosómica que podía
llevar a un callejón sin salida a la especia humana. En aquel tiempo se pensó
que el proceso llevaría millones de años, sin embargo la mutación se aceleró
vertiginosamente y en ocho siglos la tierra y toda la galaxia estaba habitada
por dieciocho mil millones de mujeres y un solo hombre.
El ser humano a lo largo de estas centurias logró
perfeccionar el salto espacial hipercuántico, en menos de un día podía llegar
al lugar más recóndito de la Vía Láctea. Así fue que conquistó 87 planetas
habitables, sojuzgando a decenas de razas alienígenas y convirtiéndose en amo
de la galaxia. El salto intergaláctico también estaba cerca. En el plano
tecnológico y espiritual había logrado un avance espectacular. Gracias a la
nano ingeniería médica derrotó el cáncer y otras enfermedades graves alargando
la vida a un promedio de 250 años, no sería raro que antes de terminar los dos
mil las mujeres estuvieran arañando los trescientos. Sin embargo nada de esto
ayudó a controlar el gen maldito, y de no mediar un genial descubrimiento, como
podía ser el logro de la inmortalidad, la creación del semen artificial o de
clones sustentables, al homo sapiens versión mujer le quedaba, como mucho,
medio milenio de vida. Que era el tiempo que tardarían en vaciarse los bancos
de semen.
Apoyo con cuidado sus pies sobre la arena blanca y caminó
cansinamente hacia el grupo de niñas que lo llamaban abanicando sus manitas.
—Abuelito, abuelito vení a jugar con nosotras —lo
invitaba una pelirroja con la cara atiborrada de pecas.
Eran parte de sus tataranietas, a pedido de Robert parte
de sus descendientes, los más queridos, vivían en la isla. Unos cuantas miles
de personas que lo malcriaban terriblemente y que empalagaban de dulzura su
inminente final.
El sol, al sumergirse en el océano, regaba de chispas el
horizonte. El cuadro era idílico, en una playa de Hawái, un abuelo, el ultimo,
gozaba de sus horas postreras sumergido en la algarabía de sus nietecitas.
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