
W.G.G
Durante la niñez y comienzos de mi adolescencia había ido
varias veces al lugar de mis ancestros maternos, Savannah, capital del condado
de Chatham, ubicada a orillas del océano atlántico sobre la desembocadura del
rio que le da nombre. Aunque el viaje más largo y fructífero al sur de
Georgia fue el último, realizado por causa del fallecimiento del tio Malcom, el
mayor de los hermanos de mama. La acompañamos al funeral junto con mi hermana
Doris y desde diciembre del 63 hasta marzo del 64, pasé los mejores meses en década
y media de vida. Quizá los únicos recuerdos interesantes de un muchachito
extremadamente tímido, con todo un catálogo de traumas y complejos.
A los ojos de un joven
melancólico y soñador este poblado del sureste norteamericano estaba dotado de
un encanto peculiar. Casas centenarias de madera y amplios balcones, plazas
arboladas con el “spanish moss”, musgo español, colgando por donde vieras, oscuras
calles silenciosas y todo un catálogo de relatos sobre aparecidos, brujas,
reencarnados y demás yerbas sobrenaturales.
Cuando el escoces James
Edward Oglethorpe llegó al área de la desembocadura del rio Savannah en 1733 le
pareció un lugar ideal para fundar su ciudad. Con la ayuda de un numeroso
contingente de colonos irlandeses e ingleses, luego se sumarían franceses y judíos
de distintas partes de Europa, construyó el pueblo en base a un diseño de
calles perpendiculares solamente, ubicando a cada dos cuadras un espacio verde.
Veinticuatro de ellos engalanan el casco original, no he vuelto a ver una urbe
con tantas plazas y tan juntas. La ciudad hechizada posee ochenta cementerios y
medio centenar de sitios encantados.
En aquellas “vacaciones” y
para mitigar el aburrimiento, nos propusimos con Doris recorrer cementerios y
casas embrujadas. Estuvo frio, nublado y lloviznoso casi todo el invierno, lo
que nos ofrendó un contexto perfecto para nuestras tenebrosas excursiones.