W.G.Greulach
Tras las montañas, pispeaba la luna favorita de los lobos. El viento chiflaba entretenido enredándose entre álamos y sauces llorones. Completaba la curiosa melodía, el rumor del agua al rozar los peñascos y el tintineo casi imperceptible de las hojas.
A unos treinta metros del arroyo, un conjunto de tres carpas se distribuía en los escasos espacios donde no existían árboles. El jubiloso bullicio que rodeó a la cena, con posterior mateada, había dado paso a una reposada charla, interrumpida por largos silencios y el molesto canto de un par de lechuzas. El círculo de ocho adolescentes rodeaba un raquítico fogón, donde se tiznaba una pava casi sin agua.
—En el restaurante del camping encontré un folleto con una curiosa leyenda sobre un cementerio indio que está aquí cerca, —dije como al descuido, intentando reavivar una charla ya muerta desde hacía rato.
—Ahá, —murmuró Gustavo, alzando a la mitad un parpado para mirarme con desgano.
—Siempre me fascinó contar historias de terror y más en ambientes como el de aquella noche, pero mi adormilada audiencia estaba más por entrar a roncar a las carpas que por escuchar al pesado del mocha hablando huevadas.
—Dice que cuando, a la medianoche, la luna alumbra las tumbas, las almas de los indios comienzan a vagar por la zona matando a los hombres blancos que encuentran a su paso. Buscan desquitarse de aquellos que los exterminaron siglos atrás.
Esperé unos segundos, ya nada podía agregar para captar su atención. El peti Almada se re enganchó. Abrió los ojos entusiasmado y después de un largo eructo, descargó el desafío.
—Son las once y media, tenemos luna llena. ¿A ver quién se anima a dar un paseíto por el dichoso lugar?