
Walter G. Greulach
Una cortina de algodones cenizos amenguaban al criminal sol de enero. Al resguardo de dos sauces reposábamos tras traqueteada mañana. Un puñado de teros y un trio de urracas chapoteaban en ruidosa jarana más allá de la curva. Era domingo y la ruta a Jaime estaba vacía, ocasionalmente salía un auto del club Banco y se desplazaba sobre el puente, entre el vapor de la siesta, como en cámara lenta. Todo se mueve en cámara lenta a esa hora del día. A nuestras espaldas, en la estación de servicio de los Barroso, un flaco aindiado luchaba lo indecible para acomodar un bidón con veinte litros de Kerosene sobre la parilla de su bicicleta. Desde lejos nos llegaba el ronronear de alguna que otra avioneta tratando de sortear la despareja pista del Aero Club.
Mi recuerdo no atesora rostros, solo sensaciones como: plena naturaleza, paz, libertad, compañerismo. Podrían haber estado Tito, Néstor, Carlitos, quizás Iván o Gustavo, los nombres no vienen al caso. Nos veo sentados sobre el pedregullo musgoso, con el agua a la altura del pecho, las caras coloradas, la risa a flor de labios. Seguro era domingo, aventuremos un año, 1979. Estaríamos hablando sobre bueyes perdidos y vacas voladoras.Gastábamos minutos esperando que nos bajara el asadito y el par de porrones que nos acabábamos de embuchar.