
W.G.G
—Por
algo sucede, cuando no es para vos, no es para vos y no hay vuelta que darle,
no te aflijas en vano mi vida —le había dicho más de una vez Alejandra, con un
determinismo insoportablemente sínico. Nunca había creído en el destino, pero
ahora sentado en la primera hilera de
sillas enfrentadas a la monumental pecera, recordaba la muletilla de su mujer
mientras buscaba desesperado el papelito en sus bolsillos.
El
espectáculo era sublime, dos focas jugueteaban con tres belugas blancas. Las
ballenas perseguían a los “perros de mar” dándole mordisquitos cariñosos cuando
los alcanzaban. Esta tierna escena poco importaba a Pablo, se incorporó y con
el rostro crispado volvió a revisar frenéticamente su camisa, los pantalones y
la campera. Dos sillas a su derecha un niño gordo y pelirrojo lo observaba con
curiosidad, el perturbado individuo parecía atraerlo mucho más que los
acuáticos danzarines.
Eran las cuatro y cuarenta
de un plomizo y frio día de noviembre y el acuario de Atlanta comenzaría a
cerrar sus puertas en apenas quince minutos. Solo disponía de ese tiempo para
recorrer los lugares donde pudiese haber extraviado el bendito billete.
Siete minutos atrás se
enteró de que era uno de los dos ganadores del powerball record en la historia
de los Estados Unidos. Sucedió cuando, tras ponerse de acuerdo con su esposa y
sus hijos sobre el lugar donde se encontrarían, enfiló nuevamente hacia el
tanque de vidrio donde se encontraban las focas y las belugas. Los niños
querían comer donas y él deseaba apreciar una vez más a aquellos animalitos a
los que amaba tanto. En la entrada al anfiteatro de cristal, vio un televisor
que difundía los números ganadores. Eran los suyos. Había lanzado un grito
ronco y entrecortado buscando apoyo en una columna salvadora ante la súbita
bajada de presión que puso a temblequear sus piernas. Luego se derrumbó en la
silla en la cual se encontraba ahora tardando solo un par de minutos en
percatarse de que no encontraba el ticket premiado.